Gansos que hablan

Olavo de Carvalho

O Globo, 22 de agosto de 2002

El trabajador inculto está demasiado apegado a sus costumbres como para dejarse influenciar por novedades. El hombre de espíritu superior tiene esa intelección directa y personal que prescinde de la aprobación grupal e incluso la desprecia. Queda, en medio, la multitud de los esclavos de la moda: estudiantes, periodistas, pequeños literatos, fabricantes de discursos partidarios – el “proletariado intelectual”, como lo llamaba Otto Maria Carpeaux. La mayor locura del mundo moderno ha sido haber hecho a esa categoría de personas, con el nombre de intelligentzia, guía y maestra de su destino. Esa gente, sumamente verbosa, hueca e imbuida del más elevado concepto de sí misma, ha retribuido la dádiva creando el fascismo, el nazismo y el socialismo, y matando en un siglo más gente que todas las tiranías antiguas juntas, sumadas a la acción de terremotos y epidemias.

Todas las civilizaciones depositaron su confianza en la guía luminosa de unos pocos sabios y en el conservadurismo obstinado de los hombres del pueblo. Sólo la nuestra la ha depositado en un ejército de charlatanes imbuidos del deber sacrosanto de destruir lo que no comprenden. Y luego se queja de que está siendo destruida.

S. Pablo Apóstol dijo que el demonio nos cercaría por la derecha y por la izquierda, por delante y por detrás. Significativamente, no dijo “por arriba” ni “por abajo”. Lo que nos eleva hasta Dios o afianza nuestros pies en el suelo está libre de la influencia demoníaca. Quedan, entre el cielo y la tierra, las cuatro direcciones horizontales, el “mundo intermedio”, el mezzo del cammin donde los demonios arrastran en su vorágine de locura las ambiciones de la inteligencia vana que se imagina que es creadora.

La democratización de la enseñanza, al abolir las barreras económicas, debería, para compensar, haber instituido barreras intelectuales, a fin de impedir que la bajada del nivel social trajese, de contrabando, una caída del nivel de conciencia. La nueva elite de “menos favorecidos” tal vez sería menos numerosa, pero habría superado en mérito y calidad a sus antecesoras. En realidad, lo que se ha hecho ha sido lo contrario: ya que la enseñanza es para todos, ¿por qué tendría que ser una enseñanza de elite? Para un cualquiera, basta cualquier cosa. La masa de los neo-letrados, lisonjeada hasta las nubes, corre a las escuelas, a las librerías, a los medios de comunicación, a los teatros y a los cines para recibir su ración diaria de basura, que supone ser superior a la educación de un noble del Renacimiento o de un clérigo del siglo XIII. Cualquier chico de colegio, incapaz de silabear, se cree un portador de las luces por haber nacido después de Platón. Cualquier cronista de provincia habla con desprecio de las “tinieblas del pasado”.

Entre el hombre que sabe y el que no sabe, decía Montaigne, hay mayor diferencia que entre un hombre y un ganso. Todo aquel que tiene un poco de conocimiento de lo que fue la educación en los siglos antiguos no puede dejar de sentirse deprimido hasta las lágrimas al contemplar hoy la multitud de gansos que hablan. ¡Y cómo hablan!

Pues lo más increíble es la facilidad, la desenvoltura con que cualquiera, consciente de no poseer personalmente determinados conocimientos, se atribuye los méritos de éstos por alguna especie de participación mística en el “espíritu de la época”, basándose en la mera creencia de que existen en algún lugar, en alguna biblioteca, en algún banco de datos. Sí, claro que existen, pero la información de que existen debería dar a cada ciudadano la medida da su ignorancia. En vez de eso, le infunde el sentimiento insano de su propia sabiduría.

Si no fuese por esa falsa certeza, cimentada en el argumentum ad ignorantiam que proclama inexistente lo que el ignorante desconoce, no existiría ningún “derecho alternativo”, ninguna “teología de la liberación”, ninguno de esos monumentos de arrogancia imbécil vueltos contra tesoros espirituales que, por el hecho de superar la comprensión del intelectualillo medio, pueden fácilmente ser negados, despreciados o usados como chivos expiatorios de los crímenes del propio intelectualillo medio.

Éste, hoy, se ha vuelto inaccesible y coriáceo. Cada clase que recebe, cada libro que lee, cada programa de televisión que el infeliz ve le confirma aún más en su certeza loca, porque exaltan la superioridad de “nuestro tiempo” sin recordar que esa superioridad afecta sólo a los datos materiales acumulados, los cuales no son transmisibles por ósmosis a quien no sepa descifrarlos personalmente. Claro: recordar eso pone en grave aprieto. La conciencia de los valores de las civilizaciones milenarias se ha transformado en el más inestimable de los bienes. Inestimable y casi inaccesible. Su precio es demasiado alto: la humillación del hijo del siglo. Los ricos pagan fortunas para no tener que pasar por eso. Los pobres, para evitarlo, derraman su sangre en revoluciones inútiles.

No constituye la menor de las ironías de la situación el hecho de que, sin dejar de percibirla por completo, la intelligentzia, en vez de reconocerla como obra suya, culpa de ella a algún factor económico-social externo, prometiendo algo mejor para la próxima sociedad, que va a ser sacada de la chistera de algún “derecho alternativo” o “teología de la liberación”. Y así el mal se perpetúa, reforzado por las promesas de extinguirlo.

Contra esas promesas, queda la pregunta: ¿qué ha quedado de ochenta años de producción escrita de la intelligentzia soviética? Nunca ha habido tantos sabios como en aquella república celestial donde los verduleros tenían títulos de Ph. D. y en la que, según la profecía de Trótski, cada mecánico de coches iba a ser un nuevo Leonardo Da Vinci. ¿Dónde han ido a parar esas toneladas de tratados, de tesis académicas, de ensayos magistrales? No ha quedado nada. Ni siquiera en China se lee ya esa formidable porquería. Ni en Cuba. Pero eso no es un problema: si la importación de tonterías soviéticas se ha acabado, la producción de las universidades occidentales se ha hecho autónoma. No habrá escasez de Negris y Chomskis en el mercado.

Devotos de Hitler

Olavo de Carvalho

O Globo, 17 de agosto de 2002

En una entrevista publicada por un periódico árabe de Londres y reproducida en el diario palestino Al Quds de 2 de agosto, Yasser Arafat ha proclamado fidelidad una vez más a los ideales de su maestro Hajj Amin al-Husseini, a quien ha llamado “nuestro héroe”.

Al-Husseini, gran mufti de Jerusalén durante la II Guerra, fue aliado de Adolf Hitler y apologista de la “solución final”, pero no hay que acusarle de haber sido sólo un charlatán inconsecuente: pasó de las palabras a los hechos, reclutando para las SS docenas de miles de musulmanes de Bosnia y de Albania, que participaron activamente en la matanza de servios, judíos y gitanos.

En marzo de 1944, en pleno auge del Holocausto y tres años antes de la fundación del Estado de Israel, Al-Husseini hizo una cordial visita al Führer y le pidió que ampliase a los territorios palestinos el plan nazi de exterminio de judíos. No satisfecho con meras conversaciones de despacho, exclamó en una entrevista que le hizo una radio de Berlín: “¡Árabes! Matad a los judíos donde los encontréis. Eso agrada a Dios, a la historia y a la religión.”

Arafat fue protegido de Al-Husseini durante cuarenta años, pero la bondad del maestro para con su discípulo tampoco se quedó en palabras: el gran mufti hizo venir de Berlín técnicos de las SS para aprimar el entrenamiento militar de su pupilo, quien demostró ser un chico aventajado.

Tan aventajado que, hoy, medio siglo después, se ha convertido en una especie de ser portentoso, encarnación viva de la coincidentia oppositorum: por un lado, recibe el apoyo enfático de todas las organizaciones neo-nazis del mundo; por otro, los medios de comunicación considerados ilustrados no le llaman nazi a él sino al imprudente que se aventura a hablar mal de él y de sus socios queridos, Saddam Hussein, Fidel Castro, las Farc y la muchachada enragée del Forum Social Mundial.

Quizá esa paradoja se explique por el hecho de que la organización que preside, la OLP, fue creada por la KGB (¿lo sabías?) a partir de fragmentos de organizaciones palestinas más antiguas. La URSS fue también la que rearmó al Ejército alemán con la intención de usar a los nazis como detonante del proceso revolucionario, y luego, cuando los maniobrados se revolvieron contra el maniobrista invadiendo el territorio soviético en vez de seguir fielmente el plan original de Stalin, lanzó una vasta campaña mundial de anti-nazismo retroactivo, imponiendo hasta hoy como verdad indiscutible la leyenda que hace del socialismo el enemigo natural en vez del padre del nazismo. Pocas mentiras antiguas conservan aún, como ésa, el atractivo nostálgico de la literatura anti-nazi producida a toda prisa en los años 40, por encargo de Stalin, para camuflar ex post facto su desastrosa colaboración en la producción de la II Guerra Mundial.

Gracias a la fuerza residual de esa mezcla entorpecedora de maquiavelismo y de retórica sentimental, la elite parlante de Occidente (por ejemplo, el noventa por ciento del personal de nuestras redacciones) puede hoy hacer causa común con Arafat y los neo-nazis y al mismo tempo llenarse de bríos anti-nazis, casi llorando de indignada emoción, al hablar contra Israel y EUA.

La mentira es la mayor fuerza enloquecedora del universo. Guiado por ella, el más inteligente de los hombres se pone dócilmente al servicio de lo que profesa odiar, y no tiene ni idea del abismo de paradojas en que se sumerge su puerca vida. ¡Y ni se te ocurra intentar llamarle la atención! Es impresionante la de e-mails indignados que he recibido de sujetos que me acusan de ser un monstruo, porque intento destruir sus bellos sueños. Y si les digo que son mantenidos soñando para ser utilizados en la producción de la más espantosa de las realidades, me contestan que soy un alma perversa, cargada de odio, tan diferente de Arafat y Fidel Castro, esas flores del puro amor.

No es de extrañar que tantas almas, educadas sobre esa base, padezcan lo que llamo “síndrome de la desconfianza retorcida”: miran con suspicacia paranoica a EUA y a Israel, adivinando conspiraciones mortíferas, a la vez que nunca, nunca osan ni siquiera entrever alguna intención maliciosa en lo que viene del otro lado. Rechazan la hipótesis in limine, sin necesidad de verificación, incluso cuando se trata de profesionales del periodismo, que se ufanan de verificarlo todo. ¿Fidel Castro, metido en el narcotráfico? ¡Anatema! ¿China, financiando terroristas? ¡Locura! ¿Matanza de blancos en Sudáfrica? ¡Calumnia! Y no se hable más. Sinistra locuta, causa finita. Ni de lejos pasa por la cabeza de esos benditos que hay una diferencia entre la dosis de maquiavelismo asesino posible en una democracia, donde todo puede ser investigado por los medios de comunicación, y en un régimen como el de Cuba o de China, donde los canales de información son controlados por el gobierno. Se creen que Bush se pasa el día tramando conspiraciones en el sótano y que Fidel y Arafat son la transparencia encarnada. No vislumbran ni de lejos la hipótesis de examinar con igual desconfianza — e igual candor – ambos lados. Claro: si hiciesen eso, como lo hice yo, despertarían de su sueño embriagante y no soportarían la humillación de saber que fueron idiotas útiles. Sé que todo lo que provenga de mí será leído sesgadamente, pero, por si sirve para algo, dejo mi testimonio: yo también pasé por esa humillación. Me hizo mucho bien.

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Tres libros que el lector no debe perderse: O PT em Pílulas, de Adolpho João de Paula Couto (Porto Alegre, Fundação Milton Campos), Da Moral em Economia, de J. O. de Meira Penna (Rio, UniverCidade), y PT na Encruzilhada: Socialdemolcracia, Demagogia ou Revolução?, de Denis L. Rosenfield (Porto Alegre, Leitura XXI). Indispensables para el que quiera comprender el Brasil de hoy.