Democratizando la culpa

Olavo de Carvalho
Jornal da Tarde, 26 de septiembre de 2002

Es notorio que los contrincantes del Sr. Luís Inácio da Silva, a la vez que se lían a bofetadas, hacen lo posible y lo imposible por dejar a salvo de cualquier arañazo de cierta importancia la imagen de su adversario mayor.

Es que entre los cuatro hay algo más que su común ascendencia ideológica: hay un compromiso al menos tácito de evitar cualquier iniciativa que pueda perjudicar, por encima de alguno de ellos en especial, a la hegemonía izquierdista a la que todos deben su presencia en el escenario político nacional.

Todos quieren vencer, pero cada uno sabe refrenar su animus loquendi en los momentos decisivos en que, a contracorriente de sus ambiciones personales, se alza un valor más alto.

Copiada de las elecciones de la antigua UNE, esta campaña presidencial nos está imponiendo, con marchamo de democracia, el modelo del centralismo leninista, en que todas las divergencias son permitidas mientras no sean “de derechas”.

Más que elegir un presidente, el 6 de octubre va a consagrar en este país una política orwelliana en que la exclusión de las divergencias esenciales, substituidas por el entrechoque de las pullitas internas del grupo dominante, será considerada como la más elevada expresión del pluralismo y de la libertad de opinión.

De ahí la necesidad de preservar, a toda costa, la reputación del candidato mayoritario. Él es más que un simple candidato: es el símbolo y encarnación del izquierdismo triunfante a cuya sombra hallan abrigo las candidaturas de sus adversarios, tolerados en el ring como meros sparrings para dar una apariencia de normalidad al proceso y destacar por contraste las virtudes del campeón.

Por eso mismo, eventuales ataques a la persona del elegido sólo pueden alcanzarle de refilón, jamás tocándole en puntos vitales. Si no fuese por eso, cualquiera de sus contrincantes podría derrotarlo con la mayor facilidad, pues nadie tiene un tejado de vidrio tan expuesto y tan frágil como él. El Sr. Inácio, en efecto, es, junto con Fidel Castro, el mayor propagandista y patrón de las Farc en el mundo, y las Farc, a través de Fernandinho Beira-Mar, son la principal fuente proveedora de cocaína del mercado nacional. Los documentos que prueban eso son notorios y abundantes: por un lado, sucesivos pactos de solidaridad firmados en el Foro de São Paulo entre el candidato y la narcoguerrilla, publicados en el diario oficial cubano “Granma” y al alcance de cualquier navegador de internet. Por otro, la contabilidad de los intercambios de armas por drogas entre Beira-Mar y las Farc, aprehendida por el ejército colombiano cuando detuvo al reyezuelo del narcotráfico nacional. Las menciones hechas por los medios nacionales de comunicación a esos documentos han sido, está claro, rápidas y discretas, pero ni aún así las pruebas se han convertido en inexistentes. E, incluso después de la divulgación de las mismas, el candidato ha seguido ejerciendo impunemente su papel de propagandista y maquillador de la narcoguerrilla colombiana, a la que presenta como entidad heroica y benemérita. Nadie, estando tan comprometido con la defensa de un esquema criminoso internacional, se aventuraría a presentarse como candidato a presidente de un país si no tuviese la garantía de que esa pequeña, esa desechable, esa insignificante manchita en su reputación impoluta estaría a salvo de inspecciones y denuncias por parte de sus adversarios. De hecho, ninguno de ellos toca en el asunto. Pero que no me vengan a decir que lo ignoran: nadie entra en una disputa electoral con tamaño desconocimiento del background del adversario. Ellos lo saben todo, es obvio. Si quisiesen, podrían hacer añicos las pretensiones del contrincante, simplemente mostrando ante las cámaras de TV las dos series de documentos: por un lado, los acuerdos firmados entre el candidato y los narcoguerrilleros; por otro, las minutas de las negociaciones criminosas con las que éstos últimos inundan de cocaína el mercado nacional. Podrían hacer eso, pero no lo hacen. Se omiten, se callan, por miedo o conveniencia, haciéndose así cómplices de una añagaza monstruosa.

Ésos al menos tienen, está claro, la excusa de la solidaridad ideológica, que, si no justifica, al menos explica. ¿Pero cuántos liberales y conservadores, sabiendo de todo, se callan también? ¿Y cuántos empresarios? ¿Y cuántos militares? ¿Y cuántos periodistas? ¿Y cuántos intelectuales? Por eso, cuando Brasil caiga definitivamente bajo el dominio de la narco-revolución continental, nadie podrá decir que el país ha sido víctima inocente de una minoría malvada. Si hay una cosa distribuida democráticamente en el Brasil de hoy, es la culpa.

Democratizando a culpa

Olavo de Carvalho

Jornal da Tarde, 26 de setembro de 2002

É notório que os concorrentes do sr. Luís Inácio da Silva, ao mesmo tempo que se pegam a tapa, fazem o possível e o impossível para deixar a salvo de qualquer arranhão mais sério a imagem do seu adversário maior.

É que entre os quatro há algo mais que a comum ancestralidade ideológica: há um compromisso ao menos tácito de evitar qualquer iniciativa que possa prejudicar, acima de algum deles em particular, a hegemonia esquerdista à qual todos devem sua presença no cenário político nacional.

Todos querem vencer, mas cada um sabe refrear seu animus loquendi nos momentos decisivos em que, a contracorrente das ambições pessoais, um valor mais alto se alevanta.

Copiada das eleições da antiga UNE, esta campanha presidencial está nos impondo, sob o rótulo de democracia, o modelo do centralismo leninista, em que todas as divergências são permitidas desde que não sejam “de direita”.

Mais que eleger um presidente, o 6 de outubro vai consagrar neste país uma política orwelliana em que a exclusão das divergências essenciais, substituídas pelo entrechoque das picuinhas internas do grupo dominante, será considerada a mais elevada expressão do pluralismo e da liberdade de opinião.

Daí a necessidade de preservar, a todo custo, a reputação do candidato majoritário. Ele é mais que um simples candidato: é o símbolo e encarnação do esquerdismo triunfante à sombra do qual encontram abrigo as candidaturas de seus adversários, tolerados no ringue como simples sparrings para dar uma aparência de normalidade ao processo e realçar por contraste as virtudes do campeão.

Por isso mesmo, eventuais ataques à pessoa do eleito só podem pegá-lo de raspão, jamais tocando em pontos vitais. Se não fosse por isso, qualquer de seus concorrentes poderia derrotá-lo com a maior facilidade, pois nenhum tem um telhado de vidro tão exposto e tão frágil quanto ele. O sr. Inácio, com efeito, é, ao lado de Fidel Castro, o maior propagandista e patrono das Farc no mundo, e as Farc, através de Fernandinho Beira-Mar, são a principal fonte fornecedora de cocaína ao mercado nacional. Os documentos que provam isso são notórios e abundantes: de um lado, sucessivos pactos de solidariedade assinados no Foro de São Paulo entre o candidato e a narcoguerrilha, publicados no jornal oficial cubano “Granma” e ao alcance de qualquer navegador da internet. De outro, a contabilidade das trocas de armas por drogas entre Beira-Mar e as Farc, apreendida pelo exército colombiano quando da prisão do reizinho do narcotráfico nacional. As menções da mídia nacional a esses documentos foram, é claro, rápidas e discretas, mas nem por isso as provas se tornaram inexistentes. E mesmo depois de sua divulgação o candidato continuou exercendo impunemente seu papel de propagandista e maquiador da narcoguerrilha colombiana, que ele apresenta como entidade heróica e benemérita. Ninguém, estando tão comprometido com a defesa de um esquema criminoso internacional, se aventuraria a candidatar-se a presidente de um país se não tivesse a garantia de que essa pequena, essa desprezível, essa insignificante manchinha na sua reputação ilibada estaria a salvo de inspeções e denúncias por parte de seus adversários. De fato, nenhum deles toca no assunto. Mas não venham me dizer que o ignoram: ninguém entra numa concorrência eleitoral com tamanho desconhecimento do background do adversário. Eles sabem de tudo, é óbvio. Se quisessem, poderiam reduzir a pó as pretensões do concorrente, simplesmente mostrando ante as câmaras de TV as duas séries de documentos: de um lado, os acordos assinados entre o candidato e os narcoguerrilheiros; de outro, as minutas das negociações criminosas com que estes últimos inundam de cocaína o mercado nacional. Poderiam fazer isso, mas não o fazem. Omitem-se, calam-se, por medo ou conveniência, e tornam-se, com isso, cúmplices de um engodo monstruoso.

Esses ainda têm, é claro, a desculpa da solidariedade ideológica, que, se não justifica, ao menos explica. Mas quantos liberais e conservadores, sabendo de tudo, não se calam também? E quantos empresários? E quantos militares? E quantos jornalistas? E quantos intelectuais? Por isso, quando o Brasil cair definitivamente sob o domínio da narco-revolução continental, ninguém poderá dizer que o país foi vítima inocente de uma minoria malvada. Se há uma coisa distribuída democraticamente no Brasil de hoje, é a culpa.

Morir durmiendo

Olavo de Carvalho
Zero Hora, 22 de septiembre de 2002

“Il faut que vos sachiez que le danger qui nous ménace n’est pas seulement de mourir: c’est de mourir comme des idiots.” (Georges Bernanos)

Durante ocho años, instigado por el clamor izquierdista, el gobierno FHC [Fernando Enrique Cardoso] ha hecho lo posible por desacreditar a las Fuerzas Armadas, alimentando denuncias escandalosas, cortando subvenciones, suprimiendo ministerios y premiando con cargos, homenajes y subsidios públicos a los terroristas que en la década de los 70 fueron subvencionados por el gobierno de Cuba para matar soldados brasileños.

Esa operación-desguace ha seguido, al pie de la letra, una receta del científico político Samuel Huntington, muy elogiada por el ministro Francisco Weffort, el hombre del PT en el gabinete ministerial.

Por cada gota de energía substraída a las Fuerzas Armadas, diez han sido vertidas en el depósito del MST [Movimiento de los Sin-Tierra], sea en dinero, sea en tierras estratégicamente situadas a lo largo de las carreteras, hasta llegar a transformar a ese movimiento, ilegal y revolucionario, en una fuerza capaz de paralizar en pocas horas la red viaria nacional.

Por cada fragmento de autoridad extraído a los servicios de inteligencia militar, cien han sido incorporados al espionaje extralegal izquierdista, infiltrado, según informa el MST mismo, en todos los escalones de la jerarquía estatal.

Por cada átomo de prestigio arrebatado a las Fuerzas Armadas, mil han ido a abrillantar la imagen de los ídolos del izquierdismo chic.

Ahora, cuando la oficialidad está agotada, humillada, en el fondo del pozo del rencor impotente, los mismos agentes izquierdistas que han producido ese estado de cosas y que se han beneficiado de él aparecen, de repente, como salvadores de la patria, redentores de la dignidad militar.
Para ser aceptados y aplaudidos en ese nuevo papel, les ha bastado atenuar un poco el ton de su discurso y llamar la atención desde lejos con la vaga promesa de más subvenciones y de reanudar el programa nuclear brasileño.

A cambio de tan poco, en un instante han sido olvidados todos los rencores, se han secado todas las heridas, se han borrado todas las cicatrices de la honra vilipendiada, y un centenar de hombres de uniforme se ha echado en brazos del verdugo transfigurado en padrino.

Todo el mundo sabe dónde ha pasado eso. Cabe preguntar si el Instituto de Estudios Estratégicos representa la opinión de la Escuela Superior de Guerra [ESG] y si ésta representa la opinión de las Fuerzas Armadas. Si la respuesta a esa doble pregunta es “sí” — y espero que sea “no” –, una conclusión temible se impondrá automáticamente: abdicando de todo juicio autónomo, las Fuerzas Armadas han cedido por fin al astuto juego de alternancias pavlovianas — una descarga eléctrica, un queso; un tortazo, un halago — montado para transformar la institución, que un día fue la “Gran Barrera”, en el “Grande Pedestal” para el ascenso triunfante del izquierdismo revolucionario.

No se produce de improviso un milagro de esas proporciones. La mutación reflexológica ha sido largamente preparada por agentes de influencia bien situados en la ESG y en las academias militares.

Pero la imagen no es totalmente exacta. Descargas eléctricas y quesos, tortazos y halagos no se han alternado en dosis proporcionales. No ha sido necesario. La propia cantidad de los estímulos negativos ha suprimido la necesidad de los positivos. Después de veinte años de descargas eléctricas, ha bastado un anuncio de queso. Después de un torrente de tortazos, un esbozo de halago. La víctima, exhausta, se ha abierto en una amplia sonrisa de alivio, pronta para recibir su salvación de manos del verdugo. Cualquier semejanza con el Síndrome de Estocolmo es lo opuesto de la mera coincidencia.

Tampoco es coincidencia que el estímulo a la ambición nuclear confirme el diagnóstico de Constantine C. Menges, de que la izquierda petista y una parte de la derecha militar están hermanadas en el sueño de convertir Brasil en un socio atómico de Saddam Hussein. Es casi infalible: cuando los medios brasileños de comunicación en peso tachan una idea de delirante y paranoica, esa idea es probablemente valiosa y veraz.

Mucho menos es coincidencia que el anuncio de las nupcias del secuestrador con su víctima haya tenido como maestro de ceremonias a aquel mismo ex-ministro del Ejército que, suprimiendo los estudios de “Guerra Revolucionaria” de las escuelas militares con el loco pretexto de que “è finita la rivoluzione, per sempre finita, non tornerà più”, ha dejado a dos generaciones de oficiales sin preparación para comprender la situación en que ahora están inmersas hasta el cuello.

Pero no importa. En definitiva, ningún brasileño — con la excepción del que les habla y dos o tres maníacos más — está muy interesado en comprender lo que pasa hoy día, porque lo que pasa es demasiado inquietante como para ser comprendido sin traumas, y lo mejor es soñar.

De ahí que, ante una precipitación de acontecimientos que cualquier estudiante aplicado reconocería como signos evidentes de una situación revolucionaria, todos, paralizados de terror por dentro, continúan por fuera ostentando una prótesis de sonrisa, en un rictus de tranquilidad catatónica. Desde la cárcel, un proveedor y socio de la guerrilla colombiana asume el mando del Estado de Rio de Janeiro. En el preciso instante en que la policía va a invadir el presidio, brota de la nada una manifestación izquierdista que bloquea la entrada de las tropas y, como quien no quiere la cosa, fuerza a las autoridades al repliegue y al diálogo con los delincuentes. Al día siguiente, nuevas manifestaciones paralizan la ciudad, al mismo tiempo que otro socio de las Farc, anunciando el virtual alineamiento brasileño con el front de Saddam Hussein, arranca aplausos de un centenar de militares. Finalmente, el mismo gobierno que ha franqueado el país a los traficantes anuncia, dándose aires de machote, un control policial más drástico… de las empresas financieras. Es el Estado-pedagogo leyendo al pueblo la cartilla de la moral políticamente correcta de la historia: para los traficantes armados, diálogo y comprensión; para los malditos capitalistas, los rigores de la ley.

No hace falta ser un Taine, un Carlyle, un Billington, un Voegelin, un Pipes, un Figes — cualquiera de los mayores analistas del fenómeno revolucionario — para saber el nombre clínico de esa constelación de síntomas. Pero desde hace dos décadas ningún hombre de uniforme estudia esas cosas, y los civiles nunca las han estudiado. He aquí, pues, que las puertas del infierno giran sobre sus goznes, con un ruido ensordecedor, sin que eso perturbe el sueño hipnótico de un país en cuyo rostro adormecido el observador, si presta atención, no dejará de percibir un cierto aire de idiotez angelical, común a todos los que se dejan matar durmiendo.