Olavo de Carvalho
Zero Hora, 22 de septiembre de 2002

“Il faut que vos sachiez que le danger qui nous ménace n’est pas seulement de mourir: c’est de mourir comme des idiots.” (Georges Bernanos)

Durante ocho años, instigado por el clamor izquierdista, el gobierno FHC [Fernando Enrique Cardoso] ha hecho lo posible por desacreditar a las Fuerzas Armadas, alimentando denuncias escandalosas, cortando subvenciones, suprimiendo ministerios y premiando con cargos, homenajes y subsidios públicos a los terroristas que en la década de los 70 fueron subvencionados por el gobierno de Cuba para matar soldados brasileños.

Esa operación-desguace ha seguido, al pie de la letra, una receta del científico político Samuel Huntington, muy elogiada por el ministro Francisco Weffort, el hombre del PT en el gabinete ministerial.

Por cada gota de energía substraída a las Fuerzas Armadas, diez han sido vertidas en el depósito del MST [Movimiento de los Sin-Tierra], sea en dinero, sea en tierras estratégicamente situadas a lo largo de las carreteras, hasta llegar a transformar a ese movimiento, ilegal y revolucionario, en una fuerza capaz de paralizar en pocas horas la red viaria nacional.

Por cada fragmento de autoridad extraído a los servicios de inteligencia militar, cien han sido incorporados al espionaje extralegal izquierdista, infiltrado, según informa el MST mismo, en todos los escalones de la jerarquía estatal.

Por cada átomo de prestigio arrebatado a las Fuerzas Armadas, mil han ido a abrillantar la imagen de los ídolos del izquierdismo chic.

Ahora, cuando la oficialidad está agotada, humillada, en el fondo del pozo del rencor impotente, los mismos agentes izquierdistas que han producido ese estado de cosas y que se han beneficiado de él aparecen, de repente, como salvadores de la patria, redentores de la dignidad militar.
Para ser aceptados y aplaudidos en ese nuevo papel, les ha bastado atenuar un poco el ton de su discurso y llamar la atención desde lejos con la vaga promesa de más subvenciones y de reanudar el programa nuclear brasileño.

A cambio de tan poco, en un instante han sido olvidados todos los rencores, se han secado todas las heridas, se han borrado todas las cicatrices de la honra vilipendiada, y un centenar de hombres de uniforme se ha echado en brazos del verdugo transfigurado en padrino.

Todo el mundo sabe dónde ha pasado eso. Cabe preguntar si el Instituto de Estudios Estratégicos representa la opinión de la Escuela Superior de Guerra [ESG] y si ésta representa la opinión de las Fuerzas Armadas. Si la respuesta a esa doble pregunta es “sí” — y espero que sea “no” –, una conclusión temible se impondrá automáticamente: abdicando de todo juicio autónomo, las Fuerzas Armadas han cedido por fin al astuto juego de alternancias pavlovianas — una descarga eléctrica, un queso; un tortazo, un halago — montado para transformar la institución, que un día fue la “Gran Barrera”, en el “Grande Pedestal” para el ascenso triunfante del izquierdismo revolucionario.

No se produce de improviso un milagro de esas proporciones. La mutación reflexológica ha sido largamente preparada por agentes de influencia bien situados en la ESG y en las academias militares.

Pero la imagen no es totalmente exacta. Descargas eléctricas y quesos, tortazos y halagos no se han alternado en dosis proporcionales. No ha sido necesario. La propia cantidad de los estímulos negativos ha suprimido la necesidad de los positivos. Después de veinte años de descargas eléctricas, ha bastado un anuncio de queso. Después de un torrente de tortazos, un esbozo de halago. La víctima, exhausta, se ha abierto en una amplia sonrisa de alivio, pronta para recibir su salvación de manos del verdugo. Cualquier semejanza con el Síndrome de Estocolmo es lo opuesto de la mera coincidencia.

Tampoco es coincidencia que el estímulo a la ambición nuclear confirme el diagnóstico de Constantine C. Menges, de que la izquierda petista y una parte de la derecha militar están hermanadas en el sueño de convertir Brasil en un socio atómico de Saddam Hussein. Es casi infalible: cuando los medios brasileños de comunicación en peso tachan una idea de delirante y paranoica, esa idea es probablemente valiosa y veraz.

Mucho menos es coincidencia que el anuncio de las nupcias del secuestrador con su víctima haya tenido como maestro de ceremonias a aquel mismo ex-ministro del Ejército que, suprimiendo los estudios de “Guerra Revolucionaria” de las escuelas militares con el loco pretexto de que “è finita la rivoluzione, per sempre finita, non tornerà più”, ha dejado a dos generaciones de oficiales sin preparación para comprender la situación en que ahora están inmersas hasta el cuello.

Pero no importa. En definitiva, ningún brasileño — con la excepción del que les habla y dos o tres maníacos más — está muy interesado en comprender lo que pasa hoy día, porque lo que pasa es demasiado inquietante como para ser comprendido sin traumas, y lo mejor es soñar.

De ahí que, ante una precipitación de acontecimientos que cualquier estudiante aplicado reconocería como signos evidentes de una situación revolucionaria, todos, paralizados de terror por dentro, continúan por fuera ostentando una prótesis de sonrisa, en un rictus de tranquilidad catatónica. Desde la cárcel, un proveedor y socio de la guerrilla colombiana asume el mando del Estado de Rio de Janeiro. En el preciso instante en que la policía va a invadir el presidio, brota de la nada una manifestación izquierdista que bloquea la entrada de las tropas y, como quien no quiere la cosa, fuerza a las autoridades al repliegue y al diálogo con los delincuentes. Al día siguiente, nuevas manifestaciones paralizan la ciudad, al mismo tiempo que otro socio de las Farc, anunciando el virtual alineamiento brasileño con el front de Saddam Hussein, arranca aplausos de un centenar de militares. Finalmente, el mismo gobierno que ha franqueado el país a los traficantes anuncia, dándose aires de machote, un control policial más drástico… de las empresas financieras. Es el Estado-pedagogo leyendo al pueblo la cartilla de la moral políticamente correcta de la historia: para los traficantes armados, diálogo y comprensión; para los malditos capitalistas, los rigores de la ley.

No hace falta ser un Taine, un Carlyle, un Billington, un Voegelin, un Pipes, un Figes — cualquiera de los mayores analistas del fenómeno revolucionario — para saber el nombre clínico de esa constelación de síntomas. Pero desde hace dos décadas ningún hombre de uniforme estudia esas cosas, y los civiles nunca las han estudiado. He aquí, pues, que las puertas del infierno giran sobre sus goznes, con un ruido ensordecedor, sin que eso perturbe el sueño hipnótico de un país en cuyo rostro adormecido el observador, si presta atención, no dejará de percibir un cierto aire de idiotez angelical, común a todos los que se dejan matar durmiendo.

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