Poses y tics

Olavo de Carvalho

Folha de São Paulo, 16 de octubre de 2002

El Sr. Luiz Inácio, preguntado por el periodista Boris Casoy sobre la denuncia de los medios de comunicación internacionales acerca de las relaciones de su partido con las Farc, con Hugo Chávez y con Fidel Castro, salió del aprieto alegando que: la denuncia no había provenido de los medios de comunicación internacionales, sino sólo de “un truhán de Miami”; esas presuntas relaciones no existen en modo alguno; y Boris no tendría que hablar de esas cosas ante las cámaras.

Respecto a la primera parte, observo que el Sr. Inácio ha sido muy pródigo en el uso del epíteto “truhán”, llegando a etiquetar con el mismo a 300 congresistas, cosa en la que, por cierto, le di plena razón, en su día, con la restricción de que habría que aumentar el número a 301.

De todos modos, el único ciudadano de Miami que ha ido hablando del PT por ahí ha sido el escritor cubano Armando Valladares. Éste, preso político durante 22 años, recordista mundial de permanencia entre rejas por delito de opinión, autor de uno de los más fuertes y pungentes libros de memorias ya engendrados por el sufrimiento injusto, tiene un lugar asegurado en la historia del siglo 20 entre los personajes que han demostrado, por su valor y rectitud inflexible en las peores circunstancias, la soberanía del espíritu libre ante las tinieblas del satanismo totalitario.

Es alguien perteneciente a la misma estirpe de un Victor Frankl, de un Soljenítsin, de un Richard Wurmbrand; alguien cuya calidad moral está por encima de todas las controversias políticas y de quien nadie tiene derecho a hablar sino con el debido respeto. Al referirse a él en un tono de superioridad afectada, el Sr. Inácio ha demostrado la vulgar mezquindad de su propio espíritu, el espíritu de un patán arrogante y presuntuoso, que fanfarronea de superioridad ante una figura humana que transciende infinitamente su horizonte de comprensión.

En realidad, no cabía esperar otra conducta del hombre que en tres décadas de ascenso social ininterrumpido se ha esmerado más en hacerse la manicura y en posar con trajes Armani que en aprender algún idioma, aunque fuese el suyo. Que ese individuo de envergadura microscópica se haya convertido en ídolo de todo un pueblo, sólo muestra hasta qué punto ese pueblo ha perdido por completo el sentido de proporción de las virtudes humanas, no siendo ya capaz de aprehender signos de grandeza y mérito, más que en la forma de los más postizos simulacros, mediáticos o electorales.

Respecto a la denuncia, mucho antes de que alguien tocase en el asunto en Miami, ya había salido en el “Weekly Standard”, uno de los mejores semanarios políticos de EUA, propagándose después en la revista “Newsmax”, en el “Washington Times” y en el Congreso americano, donde 12 diputados solicitaron al presidente Bush una investigación en regla sobre Lula y el PT.

En Brasil, yo mismo he publicado varios artículos al respecto, y es casi imposible que, en la asesoría del candidato, nadie los haya leído. Los tics de desprecio fingido con que el Sr. Luiz Inácio ha intentado minimizar la importancia periodística del caso son puro teatro, muy al estilo del ciudadano que triunfa en una disputa electoral considerada por él -son sus mismas palabras- “una mera farsa”. Pues, por definición, quien es bueno en farsas… es farsante.

Con relación al segundo punto, es propio del hombre poco inteligente tener en poco la inteligencia ajena. Nadie que organice y lidere diez reuniones internacionales, trabajosas y costosísimas, profesando discutir allí la unificación de la estrategia izquierdista continental con decenas de organizaciones comunistas -algunas de ellas terroristas y narcotraficantes-, tiene el derecho de esperar que nos creamos que no tiene nada que ver con eso, que las resoluciones que él mismo ha firmado al final de tantos debates no le obligan en nada y que, en definitiva, está libre y expedito.

Nadie, tras firmar un documento de solidaridad con las Farc, llegando a calificar de intolerable “terrorismo de Estado” la resistencia que les opone el gobierno colombiano, puede esperar que nos creamos que no tiene con ellas, al menos, una loca relación de amor.

Nadie, tras defender obstinadamente a la guerrilla colombiana de cualquier sospecha de implicación en el narcotráfico, apostando su reputación personal contra el peso de las pruebas materiales y documentales aprehendidas al traficante Fernandinho Beira-Mar, puede querer razonablemente que nos creamos que no está, de ese modo, cumpliendo el voto de solidaridad que firmó.

La respuesta de Lula a Boris Casoy -síntesis de excusa fútil y de cuento de caperucita- no tendría que poder engañar a nadie en este punto. Sin embargo, para engañar a un pueblo entero no es necesario tener ni siquiera la astucia de la mentira verosímil, cuando se cuenta, en los medios de comunicación, con los buenos servicios de tantos burros de pesebre, dispuestos a aceptar y ostentar como verdades sacrosantas las excusas más estúpidas y fútiles.

Aún más fácil es la consecución de ese propósito cuando el autor de la hazaña, en la disputa electoral, tiene como contrincantes a dos representantes de partidos co-signatarios del mismo compromiso de solidaridad con las Farc, que, si le denunciasen, se estarían denunciando a si mismos, y un tercero que, por razones personales insondables, antes incluso de empezar el embate ya promete no decir nada, tanto verdadero como falso, que pueda rayar la buena imagen de su adversario mayor.

Por fin, el consejo a Boris Casoy. ¿Cómo no ver ahí la sombra de una intimidación velada? Si, siendo mero candidato, el Sr. Luiz Inácio se arroga ya el derecho de dictaminar lo que su entrevistador debe o no debe decir en TV, ¿a qué alturas impensables no llegará su reivindicación de autoridad cuando sea presidente de la República?

Si el gobierno estadual -el de Rio Grande do Sul-, al que el propio PT señala como modelo de su gestión democrática, ya ha mostrado que no tolera críticas de ninguna especie, aunque se funden en pruebas y documentos, siendo ya 30 los periodistas que allí responden a procesos y sufren presiones de todo tipo por lo que han escrito, ¿por qué creer que ese modelo, ampliado a escala federal, será más leve y fácil de soportar?

O homem de muitos narizes

Olavo de Carvalho

O Globo, 12 de outubro de 2002

“O José Dirceu, nos tempos da ditadura, ficou quatro anos sem dizer para a sua mulher qual era a sua verdadeira identidade. E, se ele fez isso com a própria mulher durante quatro anos, quem é que me garante que ele não está fazendo a mesma coisa com o programa de governo do PT?”

Tendo-se em conta que o personagem aí mencionado é mentor do virtual presidente e ele próprio virtual ministro de alguma coisa, essa pergunta essencial deveria ter sido feita por todos os jornais, por todos os analistas políticos, por todos os concorrentes de Lula na eleição. Só quem a fez foi o Agamenon Mendes Pedreira, na sua coluna de domingo passado. Retornamos portanto ao clássico ambiente palaciano de temor servil e silêncio cúmplice, no qual só o bobo da corte tem a ousadia de enunciar em voz alta a verdade proibida que todo mundo sabe. Por favor, Agamenon, não fique magoado por eu chamá-lo de bobo da corte. Nas peças de Shakespeare, esse personagem tem a função de representar a sabedoria, a consciência interior sufocada por uma rede de mentiras convencionais. Reprimido e negado por todos, o óbvio só pode reentrar no mundo da linguagem sob a forma invertida da piada e do nonsense.

Mas, dizia Karl Kraus, em certas épocas não é possível escrever uma sátira, pois elas já constituem a sátira de si mesmas: para satirizá-las, basta descrevê-las. A pergunta de Agamenon não é piada, não é sátira. É o traslado fiel do perigo a que a presença de um José Dirceu na política nos expõe. É a descrição exata de uma situação patética em que um povo inteiro é induzido a confiar às cegas num homem treinado para mentir, fingir e ludibriar. Esse treinamento faz parte do aprendizado de qualquer agente secreto, que nos países totalitários inclui ainda o adestramento na arte de estrangular a própria consciência moral e orgulhar-se disso. José Dirceu não só fez parte dos altos círculos da inteligência militar cubana, mas teve aí acesso a documentos que nem os oficiais das Forças Armadas podiam examinar. Ele não é um qualquer: é um “quadro de elite” do movimento comunista internacional. É — literalmente — um homem de muitas caras, ou, se quiserem, de muitos narizes.

E é o supra-sumo da ingenuidade imaginar que isso são coisas do passado. Como se não bastasse a conversa idiota de que “Lula amadureceu”, querem nos obrigar a engolir que José Dirceu também é outro, que está mudado, que sua vida de agente cubano se desvaneceu num estalar de dedos, a uma simples troca de passaportes. Em toda a história dos serviços secretos comunistas, nenhum agente jamais se desligou deles exceto pela via da aposentadoria vigiada, da deserção ou da morte. José Dirceu pretende nos fazer crer que um belo dia disse adeusinho ao cargo e simplesmente saiu pelas ruas, livre e descompromissado como um office-boy que acaba de pedir as contas.

Acreditar sem mais numa história dessas é abusar do direito à idiotice. E tanto mais idiota é preciso ser para lhe dar crédito sabendo que ela vem de um homem capaz de levar uma vida falsa, durante quatro anos, ao lado da mulher que dizia amar. Mas, no Brasil de hoje, a simples sugestão de colocar em dúvida a narrativa esquisita já é considerada um abuso intolerável. José Dirceu, como os tzares, detém o direito irrevogável de ser crido sob palavra, a imunidade absoluta a perguntas que todo cidadão, numa democracia, tem o dever de fazer.

Em nenhum país civilizado um conhecido agente secreto estrangeiro poderia jamais fazer política, exceto se abjurasse da antiga lealdade e provasse a nova. Para isso, ele teria de contar às autoridades ou revelar ao povo todos os segredos a que tivesse tido acesso no seu tempo de serviço. Assim fizeram Anatoliy Golitsyn, Stanislav Lunev, Ladislav Bittman e tantos outros ex-agentes comunistas, que se tornaram bons e leais cidadãos de democracias ocidentais.

José Dirceu, não. Diz que se desligou da inteligência militar cubana, mas conserva bem guardado o seu mistério de iniqüidade. Não que seja por natureza homem discreto. Quando descobre alguma pista, mesmo falsa, que possa incriminar um homem da “direita”, faz um escarcéu dos diabos. Adora vasculhar contas bancárias, espionar os inimigos através de delatores petistas infiltrados em empresas e repartições, armar inquéritos e encenar denúncias. Mal pôde esconder sua indecente alegria quando, entre os papéis de uma empresa suspeita de corrupção na CPI do Orçamento, em 1993, deparou com o nome de “Roberto Campos”. E quem não viu seu desencanto quando descobriu que se tratava apenas de um homônimo do então articulista do GLOBO? Não é por amor à discrição que ele mantém guardados os segredos de Cuba. É por algum motivo que só o serviço secreto cubano conhece.


***


Em 1917, logo após tomar o poder, Lenin percebeu que sem os capitais estrangeiros — então predominantemente alemães — a Rússia se tornaria ingovernável. Então enviou a Berlim um embaixador, Abraham Yoffe, para acalmar os investidores. Yoffe logrou convencer os alemães de que os bolcheviques não eram realmente bolcheviques: eram homens pragmáticos, que administrariam a Rússia como sensatos capitalistas. Com isso, garantiu a paz econômica sem a qual Lenin não poderia esmagar as oposições e instalar o reinado do terror. Mas no Brasil ninguém conhece nem a história nacional, quanto mais a da Rússia. Por isso, passados 85 anos, aqui um discurso igualzinho ao de Yoffe ainda funciona — com o agravante de que vem enfeitado do aviltante apelo aos sentimentos pueris de uma platéia capitalista mentalmente subdesenvolvida, que se comove até às lágrimas com “Lulinha paz e amor”.

El hombre de muchas narices

Olavo de Carvalho

O Globo, 12 de octubre de 2002

“José Dirceu, en los tiempos de la dictadura, estuvo cuatro años sin decir a su mujer cuál era su verdadera identidad. Y, si hizo eso con su propia mujer durante cuatro años, ¿quién me garantiza que no está haciendo lo mismo con el programa de gobierno del PT?”

Teniendo en cuenta que el personaje ahí mencionado es mentor del virtual presidente y virtual ministro de algo, esa pregunta esencial debería haber sido hecha por todos los periódicos, por todos los analistas políticos, por todos los contrincantes de Lula en las elecciones. El único que la ha hecho es Agamenon Mendes Pedreira, en su columna del domingo pasado. Volvemos por tanto al clásico ambiente palaciego de temor servil y silenciosa complicidad, en el que sólo el bufón de la corte tiene la osadía de enunciar en voz alta la verdad prohibida que todo el mundo conoce. Por favor, Agamenon, no te ofendas porque te llame bufón de la corte. En las obras de Shakespeare, ese personaje desempeña la función de hacer presente la sabiduría, la conciencia interior sofocada por una red de mentiras convencionales. Reprimido y negado por todos, lo obvio sólo puede reentrar en el mundo del lenguaje bajo la forma invertida del chiste y del nonsense.

Pero, decía Karl Kraus, en ciertas épocas no es posible escribir una sátira, pues constituyen ya la sátira de sí mismas: para satirizarlas, basta describirlas. La pregunta de Agamenon no es chiste, no es sátira. Es la fiel expresión del peligro al que nos expone la presencia en la política de un José Dirceu. Es la descripción exacta de una situación patética en la que un pueblo entero es inducido a confiar a ciegas en un hombre entrenado para mentir, fingir y embaucar. Ese entrenamiento forma parte del aprendizaje de todo agente secreto, que en los países totalitarios incluye además el adiestramiento en el arte de estrangular la propia conciencia moral y de enorgullecerse de ello. José Dirceu no sólo ha formado parte de los altos círculos de la inteligencia militar cubana, sino que de ese modo ha tenido acceso a documentos que ni los oficiales de las Fuerzas Armadas podían examinar. No es un cualquiera: es una “miembro de elite” del movimiento comunista internacional. Es — literalmente — un hombre de muchas caras, o, si se quiere, de muchas narices.

Y es el extremo colmo de la ingenuidad imaginar que eso son cosas del pasado. Como si no bastase el eslogan idiota de que “Lula ha madurado”, quieren obligarnos a tragar que José Dirceu también es otro, que ha cambiado, que su vida de agente cubano se ha desvanecido en un santiamén, con un mero cambio de pasaporte. En toda la historia de los servicios secretos comunistas, jamás ningún agente se ha desvinculado de los mismos excepto por la vía de la jubilación vigilada, de la deserción o de la muerte. José Dirceu pretende hacernos creer que un buen día dijo adiós al cargo y salió tan pancho por las calles, libre y sin compromiso como un office-boy que acaba de pedir el finiquito.

Creerse sin más una historia como ésa es abusar del derecho a la idiotez. Y hay que ser mucho más idiota aún para creérsela sabiendo que proviene de un hombre capaz de llevar una vida falsa, durante cuatro años, al lado de la mujer a quien decía amar. Pero, en el Brasil de hoy, la mera sugerencia de poner en duda esa extraña versión de los hechos es considerada como un abuso intolerable. José Dirceu, como los zares, detenta el derecho irrevocable de ser creído por su mera palabra, la inmunidad absoluta de preguntas que todo ciudadano, en una democracia, tiene el deber de hacer.

En ningún país civilizado jamás podrá hacer política un conocido agente secreto extranjero, a no ser que abjure de su antigua lealtad y pruebe la nueva. Para eso, tendrá que contar a las autoridades o revelar al pueblo todos los secretos a los que tuvo acceso durante su tiempo de servicio. Así han hecho Anatoliy Golitsyn, Stanislav Lunev, Ladislav Bittman y tantos otros ex-agentes comunistas, que se han convertido en buenos y leales ciudadanos de democracias occidentales.

José Dirceu, no. Dice que se ha desvinculado de la inteligencia militar cubana, pero conserva bien guardado su misterio de iniquidad. No es que sea por naturaleza un hombre discreto. Cuando descubre alguna pista, incluso falsa, que puede incriminar a un hombre de la “derecha”, monta un follón de mil demonios. Adora husmear cuentas bancarias, espiar a sus enemigos mediante delatores petistas infiltrados en empresas y departamentos, montar investigaciones y urdir denuncias. Mal consiguió disimular su indecente alegría cuando, entre los papeles de una empresa sospechosa de corrupción en la CPI de los Presupuestos, en 1993, topó con el nombre de “Roberto Campos”. Y ¿quién no vio su desilusión cuando descubrió que se trataba sólo de un homónimo del entonces articulista de O GLOBO? Si mantiene guardados los secretos de Cuba no es por amor a la discreción. Es por algún motivo que sólo conoce el servicio secreto cubano.

***

En 1917, inmediatamente después de tomar el poder, Lenin se dio cuenta de que sin los capitales extranjeros — entonces predominantemente alemanes — Rusia sería ingobernable. Entonces envió a Berlín un embajador, Abraham Yoffe, para calmar a los inversores. Yoffe logró convencer a los alemanes de que los bolcheviques no eran realmente bolcheviques: eran hombres pragmáticos, que iban a administrar Rusia como sensatos capitalistas. Con eso, Lenin se aseguró la paz económica sin la que no habría podido aplastar a las oposiciones e instalar el reino del terror. Pero en Brasil nadie conoce la historia nacional; ¿cuánto menos pues la de Rusia? Por eso, pasados 85 años, aquí un discurso igualito al de Yoffe todavía funciona — con la circunstancia agravante de que es adornado con el envilecedor llamamiento a los sentimientos pueriles de una platea capitalista mentalmente subdesarrollada, que se conmueve hasta el llanto con “Luliña paz y amor”.