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Morir durmiendo

Olavo de Carvalho
Zero Hora, 22 de septiembre de 2002

“Il faut que vos sachiez que le danger qui nous ménace n’est pas seulement de mourir: c’est de mourir comme des idiots.” (Georges Bernanos)

Durante ocho años, instigado por el clamor izquierdista, el gobierno FHC [Fernando Enrique Cardoso] ha hecho lo posible por desacreditar a las Fuerzas Armadas, alimentando denuncias escandalosas, cortando subvenciones, suprimiendo ministerios y premiando con cargos, homenajes y subsidios públicos a los terroristas que en la década de los 70 fueron subvencionados por el gobierno de Cuba para matar soldados brasileños.

Esa operación-desguace ha seguido, al pie de la letra, una receta del científico político Samuel Huntington, muy elogiada por el ministro Francisco Weffort, el hombre del PT en el gabinete ministerial.

Por cada gota de energía substraída a las Fuerzas Armadas, diez han sido vertidas en el depósito del MST [Movimiento de los Sin-Tierra], sea en dinero, sea en tierras estratégicamente situadas a lo largo de las carreteras, hasta llegar a transformar a ese movimiento, ilegal y revolucionario, en una fuerza capaz de paralizar en pocas horas la red viaria nacional.

Por cada fragmento de autoridad extraído a los servicios de inteligencia militar, cien han sido incorporados al espionaje extralegal izquierdista, infiltrado, según informa el MST mismo, en todos los escalones de la jerarquía estatal.

Por cada átomo de prestigio arrebatado a las Fuerzas Armadas, mil han ido a abrillantar la imagen de los ídolos del izquierdismo chic.

Ahora, cuando la oficialidad está agotada, humillada, en el fondo del pozo del rencor impotente, los mismos agentes izquierdistas que han producido ese estado de cosas y que se han beneficiado de él aparecen, de repente, como salvadores de la patria, redentores de la dignidad militar.
Para ser aceptados y aplaudidos en ese nuevo papel, les ha bastado atenuar un poco el ton de su discurso y llamar la atención desde lejos con la vaga promesa de más subvenciones y de reanudar el programa nuclear brasileño.

A cambio de tan poco, en un instante han sido olvidados todos los rencores, se han secado todas las heridas, se han borrado todas las cicatrices de la honra vilipendiada, y un centenar de hombres de uniforme se ha echado en brazos del verdugo transfigurado en padrino.

Todo el mundo sabe dónde ha pasado eso. Cabe preguntar si el Instituto de Estudios Estratégicos representa la opinión de la Escuela Superior de Guerra [ESG] y si ésta representa la opinión de las Fuerzas Armadas. Si la respuesta a esa doble pregunta es “sí” — y espero que sea “no” –, una conclusión temible se impondrá automáticamente: abdicando de todo juicio autónomo, las Fuerzas Armadas han cedido por fin al astuto juego de alternancias pavlovianas — una descarga eléctrica, un queso; un tortazo, un halago — montado para transformar la institución, que un día fue la “Gran Barrera”, en el “Grande Pedestal” para el ascenso triunfante del izquierdismo revolucionario.

No se produce de improviso un milagro de esas proporciones. La mutación reflexológica ha sido largamente preparada por agentes de influencia bien situados en la ESG y en las academias militares.

Pero la imagen no es totalmente exacta. Descargas eléctricas y quesos, tortazos y halagos no se han alternado en dosis proporcionales. No ha sido necesario. La propia cantidad de los estímulos negativos ha suprimido la necesidad de los positivos. Después de veinte años de descargas eléctricas, ha bastado un anuncio de queso. Después de un torrente de tortazos, un esbozo de halago. La víctima, exhausta, se ha abierto en una amplia sonrisa de alivio, pronta para recibir su salvación de manos del verdugo. Cualquier semejanza con el Síndrome de Estocolmo es lo opuesto de la mera coincidencia.

Tampoco es coincidencia que el estímulo a la ambición nuclear confirme el diagnóstico de Constantine C. Menges, de que la izquierda petista y una parte de la derecha militar están hermanadas en el sueño de convertir Brasil en un socio atómico de Saddam Hussein. Es casi infalible: cuando los medios brasileños de comunicación en peso tachan una idea de delirante y paranoica, esa idea es probablemente valiosa y veraz.

Mucho menos es coincidencia que el anuncio de las nupcias del secuestrador con su víctima haya tenido como maestro de ceremonias a aquel mismo ex-ministro del Ejército que, suprimiendo los estudios de “Guerra Revolucionaria” de las escuelas militares con el loco pretexto de que “è finita la rivoluzione, per sempre finita, non tornerà più”, ha dejado a dos generaciones de oficiales sin preparación para comprender la situación en que ahora están inmersas hasta el cuello.

Pero no importa. En definitiva, ningún brasileño — con la excepción del que les habla y dos o tres maníacos más — está muy interesado en comprender lo que pasa hoy día, porque lo que pasa es demasiado inquietante como para ser comprendido sin traumas, y lo mejor es soñar.

De ahí que, ante una precipitación de acontecimientos que cualquier estudiante aplicado reconocería como signos evidentes de una situación revolucionaria, todos, paralizados de terror por dentro, continúan por fuera ostentando una prótesis de sonrisa, en un rictus de tranquilidad catatónica. Desde la cárcel, un proveedor y socio de la guerrilla colombiana asume el mando del Estado de Rio de Janeiro. En el preciso instante en que la policía va a invadir el presidio, brota de la nada una manifestación izquierdista que bloquea la entrada de las tropas y, como quien no quiere la cosa, fuerza a las autoridades al repliegue y al diálogo con los delincuentes. Al día siguiente, nuevas manifestaciones paralizan la ciudad, al mismo tiempo que otro socio de las Farc, anunciando el virtual alineamiento brasileño con el front de Saddam Hussein, arranca aplausos de un centenar de militares. Finalmente, el mismo gobierno que ha franqueado el país a los traficantes anuncia, dándose aires de machote, un control policial más drástico… de las empresas financieras. Es el Estado-pedagogo leyendo al pueblo la cartilla de la moral políticamente correcta de la historia: para los traficantes armados, diálogo y comprensión; para los malditos capitalistas, los rigores de la ley.

No hace falta ser un Taine, un Carlyle, un Billington, un Voegelin, un Pipes, un Figes — cualquiera de los mayores analistas del fenómeno revolucionario — para saber el nombre clínico de esa constelación de síntomas. Pero desde hace dos décadas ningún hombre de uniforme estudia esas cosas, y los civiles nunca las han estudiado. He aquí, pues, que las puertas del infierno giran sobre sus goznes, con un ruido ensordecedor, sin que eso perturbe el sueño hipnótico de un país en cuyo rostro adormecido el observador, si presta atención, no dejará de percibir un cierto aire de idiotez angelical, común a todos los que se dejan matar durmiendo.

Carta abierta al Diário de Notíciasde Lisboa y a los lectores portugueses en general

No sé si la ley portuguesa, como la brasileña, garantiza automáticamente el derecho de respuesta al ciudadano insultado por un órgano de la prensa. De todos modos, los lectores del Diário de Notícias merecen información exacta, incluso sobre lo que pasa en un longincuo país de ultramar, y no es eso lo que están obteniendo del Sr. Sérgio Barreto Motta, corresponsal del periódico en Rio de Janeiro.

En la edición del día 2 de septiembre de 2002 ese señor me ha clasificado como “uno de los representantes de la extrema-derecha brasileña”. No contento con eso, encima ha añadido a la mentira el insulto, afirmando que “Olavo de Carvalho defiende posiciones radicales de derecha y, por eso, no es visto como un analista imparcial”.

Alertado por un lector lisboeta, que conoce mis ideas y por eso se ha sentido escandalizado ante afirmaciones tan estúpidas y difamatorias, le concedo al Sr. Barreto Motta el plazo de un mes, a contar desde la fecha de hoy, para que investigue y localice en mis escritos, si puede, una única palabra en favor de cualquier partido, organización o doctrina política de extrema-derecha. Para eso pongo a su disposición mis doce libros publicados y todos los escritos de mi autoría transcritos en mi website1. Mientras tanto no llamaré al Sr. Barreto mentiroso, embustero o palurdo. Esperé a hacerlo siempre y cuando, examinado ese material con el debido rigor, no admita que se equivocó.

En el ínterin, aclaro a los lectores del DN los siguientes puntos:

Habiendo sido militante del Partido Comunista en mi juventud, abandoné esa organización a los 23 años y pasé dos décadas examinando con la máxima imparcialidad posible, sin ninguna intención de hacer alarde de mis conclusiones, los pros y contras de esa ideología y de las prácticas políticas a ella asociadas. Esos estudios tomaron impulso aún mayor después de 1990, cuando la apertura parcial de los Archivos de Moscú puso en conocimiento del mundo, junto con un retrato más completo de los horrores del régimen, las pruebas cabales de la acción subterránea del comunismo soviético en Europa Occidental y en las Américas.

En 1996, viendo que el ascenso de comunistas y pro-comunistas al dominio casi completo del establishment universitario y de los órganos de los medios de comunicación había provocado una bajada sin precedentes del nivel de calidad de la producción intelectual brasileña, publiqué un libro, El Imbécil Colectivo: Actualidades Inculturales Brasileñas, que, satirizando sobre el estado de cosas, aunque lo hacía desde un punto de vista más cultural que político, despertó naturalmente contra mí el odio de la elite izquierdista, que no supo qué responder a las críticas que le hacía, por la sencilla razón de que eran verdaderas. Más furiosas aún se pusieron las lumbreras del izquierdismo nacional cuando, en sus intentos de difamarme en la prensa, recibieron, del ilustre desconocido que las desafiaba, respuestas que las desacreditaron por completo y las expusieron al escarnio de millones de lectores. A partir de entonces gané la reputación de polemista temible y, hasta el momento, invicto. Nótese que eso pasó después de un período de quince años durante el que esas personas gozaron de la admiración beatífica de la prensa, sin que tan siquiera una leve crítica contra ellas hallase lugar en las páginas de periódicos y revistas.

Escribí también otras obras, de cuño más puramente filosófico y académico, que, hartamente elogiadas en altos círculos intelectuales de Brasil y del Exterior, tuvieron su divulgación completamente boicoteada por los medios de comunicación brasileños, fieles a sus viejas lealtades e idolatrías.

Como resultado del éxito de mi primer libro, que tuvo seis ediciones agotadas en dos meses, fui invitado, para grande escándalo de muchos, a escribir artículos con periodicidad regular en O Globo (Rio de Janeiro), Jornal da Tarde (São Paulo) y Zero Hora (Porto Alegre). En esos artículos fui volcando las informaciones que había recogido a lo largo de veinte años de pesquisas y las ideas que me había formado examinando ese material. Si bien es cierto que esos escritos han hecho críticas implacables al totalitarismo comunista y a sus ramificaciones actuales, nunca han expresado una toma de posición a favor de alguna corriente política determinada, primero porque realmente no me identifico mucho con ninguna (ni veo por qué debería hacerlo), segundo porque estoy convencido de que el comunismo tiene que ser rechazado por razones morales, religiosas y filosóficas generales, que no subentienden ninguna preferencia ideológica en especial. Está claro que, personalmente, prefiero la vieja democracia liberal, pero ni eso tengo en cuenta en mis análisis. No veo el menor sentido en criticar una ideología en nombre de otra, y el argumento de que no existe conocimiento supra-ideológico es él mismo pura propaganda ideológica.

Para que se comprenda el impacto devastador que mis artículos están teniendo en los medios de izquierda, hasta el punto de nunca haber sido respondidos más que con insultos e intrigas de una bajeza sin par que revelan la total impotencia argumentativa de mis detractores, es necesario estar informado acerca de algunas peculiaridades de la vida brasileña.

En la década de los 60, la izquierda brasileña se dividió en dos alas. Una se aventuró en las guerrillas. Otra se replegó en una acción discreta, profunda y de largo plazo, basada en la estrategia de la “revolución cultural” de Antonio Gramsci. La primera fue fácilmente derrotada por los militares. La segunda tuvo campo libre para expandirse a placer, porque el gobierno, ya temeroso de desagradar a la opinión pública con la truculencia de las acciones que venía emprendiendo contra los guerrilleros y terroristas, prefirió hacer la vista gorda ante el crecimiento de la llamada “izquierda pacífica”.

Coherente con la estrategia gramsciana, ese crecimiento se dio sobre todo hacia dentro de los medios de comunicación y de las entidades estatales de educación y cultura, donde se desarrolló una intensa y obsesiva actividad faccionaria, de la que, por cierto, fui colaborador y cómplice durante algún tiempo. Al final de la dictadura, el dominio que la izquierda ejercía en esos medios era ya completo e incuestionable. A mediados de la década de los 70, el Partido Comunista y organizaciones afines controlaban ya la totalidad de las plazas del periodismo de São Paulo y de Rio de Janeiro. Una publicación oficial conmemorativa de los 60 años de existencia del Sindicato de los Periodistas de São Paulo, Jornalistas: 1937-19972, muestra la progresiva y, en definitiva, total identificación entre periodismo y militancia pro-comunista en el mayor Estado brasileño. A partir de los años 80 toda posibilidad de disputa ideológica ya había desaparecido de los medios periodísticos, donde la hegemonía izquierdista había llegado a ser tan avasalladora que no quedaban periodistas suficientes para formar, en las elecciones sindicales, una única candidatura que no fuese de izquierda. Lo mismo pasaba en todas las universidades. La única discusión política que quedaba era entre las diversas facciones de izquierda, que divergían meramente sobre detalles estratégicos y ambiciones personales — una situación que, progresivamente ampliada desde los círculos formadores de opinión hasta abarcar a la nación entera, ha acabado repitiéndose de modo idéntico en estas elecciones presidenciales de 2002, en que todos los candidatos son de izquierda.

En suma, desde hace dos décadas, todas las noticias que podrían perjudicar gravemente la imagen del socialismo son excluidas de la prensa brasileña. Da una idea de la extensión del bloqueo, el hecho de que hasta hoy no han sido divulgadas en los medios nacionales de comunicación las actas del Foro de São Paulo, congreso convocado por Fidel Castro y por el actual candidato presidencial brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, que en 1990 puso las bases de la rearticulación comunista y produjo el recrudecimiento de las acciones terroristas en el continente. Diez reuniones del Foro ya se han realizado, la última de ellas en La Habana, en el 2001, todas ellas articulando la acción de los partidos izquierdistas legales con la narcoguerrilla, y prácticamente nada de eso se publica en Brasil. Cualquier mención a los vínculos entre bandidaje y política de izquierda se ha convertido en tabú, incluso cuando ese vínculo es confesado por los propios agentes criminosos presos, como ha pasado con el traficante Fernando Beira-Mar y con los secuestradores de Abílio Diniz y de Washington Olivetto. Tampoco se publica nada sobre el genocidio comunista en el Tibet (aunque haya millones de budistas en Brasil), sobre las persecuciones a cristianos en el mundo comunista e islámico (150 mil muertos por año, según el cálculo de Michael Horowitz) y, sobre todo, nada referente a las revelaciones de los Archivos de Moscú. El “cordon sanitaire” se ha ampliado también a los libros. Obras fundamentales como las de Jean-François Revel, Jean Sévillia, Christopher Andrew, Bernard Goldberg, Arthur Herman, que hoy dan a millones de lectores una medida más exacta de lo que ha sido y es la acción comunista en el mundo, están completamente fuera del alcance del público brasileño, y quien quiera que las mencione, hablando solo en el desierto, da la impresión de ser un loco o un extremista que inventa historias.

Es verdad que, en los medios periodísticos y editoriales, hay muchas personas que han dejado ya de ser militantes comunistas — pero, involucradas por las relaciones de amistad y de lealtad grupal, obedecen por automatismo a la voz de la elite organizada, y por nada de este mundo arriesgarían su reputación en un enfrentamiento. Mi propio caso muestra que basta muy poco para recibir una etiqueta de “extremista de derecha” — cosa que la mayoría teme como la peste.

Pero la fidelidad residual de ex-militantes no es todo. El 5 de mayo de 1993, en declaraciones al “Jornal do Brasil”, la CUT, Central Única de los Trabajadores, federación de los sindicatos comunistas y pro-comunistas, se fue de la lengua y admitió tener a sueldo nada menos que ochocientos periodistas, más del total de la suma de las redacciones de los dos mayores periódicos brasileños, “O Globo” y “Folha de S. Paulo”. Eso significa tal vez la mayor compra de conciencias ya registrada en la historia del periodismo mundial y, junto con la acción faccionaria ya mencionada, bastaba para explicar la amplitud del bloqueo.

Sin embargo, lo que tiene lugar es más que un bloqueo. Es la utilización activa de la prensa para la destrucción de todas las oposiciones que podrían ofrecer resistencia al ascenso de la izquierda. ¿Ustedes saben, por ejemplo, que el ex-presidente Collor de Mello, destituido del cargo por acusación de corrupción, fue, aunque tardíamente, absuelto en la Justicia de todas las acusaciones? ¿Sabían que en contra suya no queda ya nada sustancial, excepto el odio que le tributaban los intereses corporativistas (íntimamente asociados a los partidos de izquierda) que él hirió con sus medidas administrativas? No, ciertamente no lo saben. Tampoco lo sabe el pueblo brasileño, pues la noticia, que no podía ser omitida por completo, fue publicada con la discreción necesaria para no poner en evidencia retroactivamente a los propios medios de comunicación, responsables principales de la destrucción política del ex-presidente (de quien, por cierto, no fui elector ni lo sería jamás, pues no me gusta nada el tipo).

Así como Collor, muchos otros han sido destruidos. Su posterior absolución o es omitida o es escondida en un rincón de página, para evitar que los políticamente indeseables vuelvan a escena.

Bajo apariencia de “combate a la corrupción”, lo que se ha creado es una dictadura de los medios de comunicación izquierdistas, apta para destruir de un plumazo cualquier reputación. Líderes de las famosas CPIs, Comisiones Parlamentares de Investigación, han llegado a admitir que no investigaban nada por sí mismos, que se limitaban a ratificar, por miedo y servilismo, lo que se publicaba en la prensa.

Más aún, gracias a la solidaridad mutua de los grupos de izquierda formal e informal, el Ministerio Público — nueva fiscalía federal, infestada de simpatizantes de la izquierda y dotada hoy de poderes comparables a los del propio Presidente de la República — actúa en estrecha colaboración con los medios de comunicación. Cuando se trata de remover de la política a algún tipo inconveniente, el fiscal llama a un reportero amigo suyo, le pide que haga alguna denuncia conjetural contra el sujeto, y acto a seguir el recorte de la noticia es usado como “elemento de prueba” para justificar la apertura de una investigación contra el infeliz. Ésta es exhibida con alardes en los medios de comunicación como prueba del crimen y, si al final el acusado es absuelto (pues muchos jueces aún están fuera del esquema izquierdista), no tiene importancia, pues el público no se entera de nada y el resultado político deseado ya ha sido logrado.

Pero la obra de destrucción no es dirigida sólo contra políticos individuales. Los mismos periódicos que dan noticia de la presencia de agentes de la CUT, de los Sin-Tierra y del espionaje izquierdista en general dentro de la policía federal y de los servicios secretos del Ejército, de la Marina y de la Aeronáutica, tratan ese hecho como si fuese algo inocente y sin importancia. Pero, en contrapartida, denuncian como escándalo y conspiración derechista cualquier simple vigilancia discreta que las Fuerzas Armadas o policiales federales ejerzan sobre políticos de izquierda sospechosos de vínculo con el narcotráfico. En esa curiosa y general inversión, el crimen se convierte en legal, y el mantenimiento de la legalidad, en crimen. Recientemente, un grupo de fiscales, conchabados con periodistas, ha logrado arrebatar a las Fuerzas Armadas un montón de documentos sobre la conexión entre partidos de izquierda, narcotráfico y secuestros. Tras recurrir a la Justicia, los militares han obtenido la devolución de los documentos, pero no antes de que algunas copias circulasen en las redacciones de periódicos y fuesen a parar en manos de los propios sospechosos. Éstos, por su lado, están muy bien organizados en materia de infiltración y espionaje. Noticias sobre la existencia de una red de espionaje a servicio del PT (Partido de los Trabajadores) aparecieron en 1993, gracias a una denuncia del gobernador del Estado de Santa Catarina, Esperidião Amin, pero en seguida fueron acalladas y el asunto jamás volvió a los periódicos. Lo que daba mayor credibilidad aún a esas denuncias era que el propio presidente del partido, diputado José Dirceu de Oliveira e Silva, había trabajado durante muchos anos como agente del servicio secreto cubano, hecho reconocido públicamente por sus compañeros de militancia izquierdista.3 Como el diputado negaba la existencia de lo que humorísticamente el gobernador Amin había llamado PTpol, trabamos una polémica en la prensa de la que Su Excelencia salió con el rabo entre piernas, callada y decidida a sofocar el asunto. A lo largo de los años, se han multiplicado los episodios que configuran nítidamente un intento de usurpar de las Fuerzas Armadas las funciones de los servicios de inteligencia, transfiriéndolos a la militancia organizada en las redacciones de periódicos y en el Ministerio Público.

Un segundo efecto es el desplazamiento global del eje de los debates hacia la izquierda. Desaparecida la derecha, se pasa a designar con ese nombre al ala más moderada de la izquierda, o sea, a los socialdemócratas, y todo lo que esté un poco a la derecha de éstos es instantáneamente tildado de “extrema-derecha”. Ese término, en Europa, se reserva para los Le Pens y los neo-nazis. Usado en Brasil para designar a personas e ideas totalmente diferentes de esos tales, conlleva, sin embargo, la misma carga de connotaciones odiosas asociadas al término en el contexto europeo y produce en el lector la misma reacción inmediata de repulsa que lo hará sordo, de ahí en adelante, a todo lo que venga de la boca del acusado. Es evidente que, en tal ambiente de confusionismo deliberado, yo mismo acabo entrando en esa clasificación. Lo que no cabría esperar es que un observador europeo, como el Sr. Barreto Motta, se prestase tan dócilmente a servir de peón en ese juego pérfido de transposiciones semánticas difamatorias.

En verdad, las únicas tres organizaciones de extrema-derecha en acción en Brasil — el Movimiento de Solidaridad Latino-Americana del Dr. Enéas Carneiro (filial del movimiento internacional del Sr. Lyndon LaRouche), la TFP, Tradición, Familia y Propiedad, y la Asociación Monfort de São Paulo — me odian tanto cuanto los izquierdistas y compiten con ellos en la producción de escritos difamatorios contra mí.

Para cúmulo de ironía, soy en la prensa brasileña el único — sin exageración: el único — articulista que se opone a la nueva moda de antisemitismo que, impulsada por la alianza entre la izquierda internacional y los radicales islámicos, viene esparciéndose por el mundo y por Brasil. En artículos recientes, he contado al público lo que sabía de los orígenes del Sr. Yasser Arafat, discípulo devoto del líder pro-nazi Hajj Amin Al-Husseini, que antes de la fundación del Estado de Israel fue a pedir a Hitler que ampliase la “Solución Final” a los judíos de Palestina. Eso, obviamente, era completamente desconocido por el público brasileño. También lo era el hecho de que, en el atentado de Munich de 1980, los terroristas palestinos actuaron en comandita con los neo-nazis del bando de Karl Hoffman. Pero, más que eso, he mostrado también al público brasileño la perfecta sintonía entre el nuevo discurso anti-israelita de la izquierda y la predicación de los movimientos neo-nazis.

¿Qué hacer con un inoportuno que sabe de esas cosas y, con enorme perjuicio para la santa alianza sellada en el Forum Social Mundial de Porto Alegre, las divulga entre el público brasileño? Contra un sujeto de esos, sólo queda una medida radical: sellarlo con el epíteto infamante de “extremista de derecha”, para que pierda la respetabilidad y las personas dejen de darle oídos.

Trabajado por décadas de “revolución cultural” gramsciana, el ambiente mental brasileño ya está maduro para aceptar, como verdad banal e incuestionable, que “liberalismo es fascismo” — una sentencia cuya absurdidad dispensa comentarios, pero que hoy es repetida diariamente en los medios de comunicación y en cátedras académicas como el nec plus ultra del pensamiento humano. En ese ambiente, la simple defensa de la economía de mercado, de la democracia liberal o del derecho de Israel a la existencia basta para colocar a un periodista en la “extrema-derecha”, atrayendo sobre él la sospecha de todas las personas de bien.

Una vez establecido que la única forma de democracia admisible es la competencia entre partidos de izquierda, que es precisamente lo que tenemos en el Brasil de hoy, evidentemente cualquiera que se revuelva contra eso debe ser un extremista de derecha, un fascista, un nazi, un malvado y un bebedor de sangre humana.

Nadie comprenderá nada de la situación política nacional si no tiene en cuenta que Brasil ha sido el único país del mundo donde la aplicación pertinaz y continua de la estrategia gramsciana de la “revolución cultural”, de la “ocupación de espacios” y de la “larga marcha hacia dentro del aparato de Estado”, a lo largo de cuarenta años, ha obtenido pleno éxito, transformando los medios de comunicación por entero en agentes de la revolución socialista. El hecho de que sectores de la izquierda se ataquen unos a otros en los periódicos – y en la campaña electoral misma — es usado como prueba cabal de pluralismo y normalidad democrática, pero la realidad es que no es consentida ninguna oposición frontal, que la defensa abierta de la economía de mercado y de la democracia liberal está virtualmente prohibida excepto en las páginas especializadas de economía y que, al máximo, hay espacio para un enfrentamiento entre socialistas radicales y socialistas moderados, con exclusión del resto.

En ese ambiente compresivo y enloquecedor, incluso los liberales y conservadores más apegados a las instituciones democráticas son fácilmente difamados como “extremistas de derecha”, sin que el público — principalmente el extranjero — se dé cuenta inmediatamente de la sutil y perversa mutación de sentido que el término ha sufrido, cambiando de objeto material sin perder su connotación negativa.

Tan completa y meticulosamente ha sido excluida del escenario toda oposición frontal al izquierdismo, que, no teniendo ya una derecha políticamente organizada a la que perseguir, y encontrando sólo en su contra la voz de un hombre aislado y sin partido, pobre, sin recursos y sin apoyo partidario de especie alguna, ha decidido hacer de éste el espantapájaros derechista, el portavoz y el “representante” de corrientes y poderes con los que no tiene nada que ver y que, en su modesta opinión, son tan despreciables como la izquierda misma.

La opinión pública de un país necesita haber llegado al último estadio de la “estupidización” colectiva para adaptarse pasivamente a una situación de esas. Pues gran parte de la nuestra ha llegado. Claro que hombres cultos e ilustrados no caen en cualquier añagaza. Saben al menos la diferencia que hay entre extremismo de derecha y conservadurismo democrático, entre Goebbels y Tocqueville, entre Mussolini y Churchill, entre Le Pen y Ronald Reagan. Pero mencionar esa diferencia, en Brasil, se ha convertido en algo prohibido: es prueba de “fascismo”.

Tal es el estado de estupidez a que hemos llegado. Y nada más eficaz que la estupidez.

La cosa funciona tan bien, que el Sr. Barreto Motta, admitiendo que al menos en parte mis diagnósticos de la situación brasileña puede que sean exactos, da por supuesto, como si fuese la cosa más obvia del mundo, que mi opinión, aunque digna de “análisis atento”, no puede ser merecedora de “respeto”. Mis palabras, dice, “han pasado a ser oídas si no con respeto, al menos mereciendo un análisis atento”. Pero bueno, ¿qué diablos es eso? ¿Habrá algo más digno de respeto que la verdad? ¿O es que el encasillamiento previo de quien la ha proferido vale más? ¿Acaso “análisis atentos”, si revelan que he dicho la verdad, han de hacerla indigna de respeto?

Además, ¿de dónde ha sacado ese señor la idea de que no soy oído con respeto? Los mayores escritores brasileños, un Josué Montello, un Herberto Sales, un Jorge Amado, un Antônio Olinto, un Bruno Tolentino, un Carlos Heitor Cony ya han declarado que me oyen no sólo con respeto, sino con admiración. Pensadores de la envergadura de un Miguel Reale, de un Paulo Mercadante, de un Vamireh Chacon ya han dicho exactamente lo mismo, así como hombres de gobierno, entre ellos dos ex-presidentes de la República — Itamar Franco y José Sarney — y varios ex-ministros, como Jerônimo Moscardo, Delfim Netto y Karlos Rieschbieter. En la izquierda nacional misma, los mejores hombres, como el historiador Carlos Guilherme Motta, el histórico líder comunista Jacob Gorender y el propio candidato presidencial Ciro Gomes, ya han expresado más respeto por mí de lo que la más insana vanidad podría exigir. En el Exterior, he recibido las mayores manifestaciones de aprecio de intelectuales de Francia, de Rumanía y de EUA. ¿Y será que el Sr. Barreto Motta se imagina que soy tan desconocido en Portugal como para poder hablar de mí como si su opinión, ocupando un vacío, tuviese que imperar sola en el espacio a su alrededor? Pues sepa que al menos dos intelectuales portugueses de primera magnitud, J. Pinharanda Gomes y Mendo Castro Henriques, conocen muy bien mi obra y tienen de ella el más alto concepto. El prof. Pinharanda, en el prefacio a la edición portuguesa de La Coherencia de las Incertidumbres, de Paulo Mercadante, se refiere a mí en los términos más lisonjeros, y el prof. Henriques, comentando mi Aristóteles en Nueva Perspectiva, dice nada menos que lo siguiente: “Desde Giambattista Vico no surgía una interpretación tan luminosa para acabar con la mistificación de las ‘dos culturas’.”

Después de eso, ¿me faltaría la audición respetuosa de quién? De algún Barreto Motta? Pues no la necesito de manera alguna.

Paso, pues, por encima de ella, y me dirijo sin intermediarios al pueblo portugués, pueblo de mis antepasados, al que amo más que a cualquier otro en el mundo, y le pido que no consienta en ser inducido, por palabras maliciosas, a pensar mal de mí. No soy extremista de ninguna cosa, no “represento” ninguna cosa a parte de mi propia opinión personal, no estoy vinculado de cerca o de lejos a ningún movimiento y, sobre todo, aprecio mi independencia de pensamiento. He adoptado como divisa los versos de Antonio Machado,

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el pan que me alimenta y el lecho donde yago,

y no tengo que prestar satisfacción a ninguna corriente u organización política de este mundo ni, si las hay, del otro.

Petrópolis, RJ, 20 de septiembre de 2002

Olavo de Carvalho

Notas

1 La dirección es http://www.olavodecarvalho.org. También hay escritos míos en el periódico electrónico que publico en la dirección http://www.midiasemmascara.org.

2 José Hamilton Ribeiro, Jornalistas: 1937 a 1997. Sessenta Anos da Fundação do Sindicato dos Jornalistas Profissionais no Estado de São Paulo, São Paulo, Imprensa Oficial do Estado, 1998. (En entrevista a la TV Cultura, el autor, con aparente orgullo, confesó que, cuando era corresponsal de guerra en Vietnam, casi todo lo que retransmitía a los periódicos era pura propaganda vietcong, y admitió que lo mismo hacían, consciente y deliberadamente, muchos otros corresponsales extranjeros.)

3 V. Luís Mir, A Revolução Impossível. A Esquerda Armada no Brasil, São Paulo, Best-Seller, 1988.

No quiero citar nombres

Olavo de Carvalho
O Globo, 20 de septiembre de 2002

Las Farc son, a la vez e inseparablemente, una organización política, militar y criminosa: partido, ejército y mafia. Se dedican con el mismo empeño a la difusión del comunismo, a la guerrilla (con su imprescindible complemento terrorista) y al narcotráfico. Esas tres divisiones funcionan de modo articulado y convergente de cara a la misma finalidad: la extensión del proceso revolucionario colombiano a todo el continente.

El tópico corriente de que las Farc no participan en el tráfico, sino que sólo “cobran impuesto” de los traficantes, es una de esas obras-primas de la hipnosis semántica que sólo el arte soviético de la novilingua lograría crear. Al compactar tres ardiles lógicos entremezclados, la expresión prende al oyente medio en una red de confusiones de la que sólo un esfuerzo analítico superior a su capacidad podría librarlo. Desde luego, (1) ennoblece con un matiz de imposición legal la extorsión practicada por un grupo criminoso sobre otro grupo criminoso, cosa que automáticamente (2) fuerza la legitimación implícita, artificial y anticipada del primero como gobierno constituido, funcionando también (3) como camuflaje destinado a sugerir que el susudicho, al llevarse el dinero del tráfico, no se ensucia las manos en la operación. Pero es obvio que nadie puede “cobrar impuesto” si primero no reduce al pagador, a la fuerza, a la condición de subordinado y siervo suyo. Los hombres de las Farc son más que traficantes: son los primeros mandantes y los últimos beneficiarios de toda la producción y exportación de drogas de Colombia. Pero no se limitan a mandar desde lejos: meten directamente las manos en la masa. Intercambiando regularmente cocaína por armas, tienen en el negocio de las drogas la participación más directa y material posible. Dominando el negocio desde arriba y desde abajo, desde fuera y desde dentro, son traficantes en el sentido más pleno y eminente de la palabra.

A sus tres vías de acción corresponden tres tipos de asociados y colaboradores. Primero: los combatientes — planeadores y ejecutores de acciones de guerrilla y terrorismo. Segundo: los proveedores de recursos, una red que empieza con los productores, pasa por una serie de administradores, negociadores y suministradores y termina en los últimos agentes de reventa que pasan la cocaína a los consumidores, que van desde el beautiful people hasta los niños de la más humilde escuela de barrio. Tercero: los agentes publicitarios y políticos, encargados de propagar las palabras-de-orden de la entidad, de legitimar moralmente su actuación, de elevar su status y de embellecer su imagen ante el público.

Muchos brasileños han colaborado con las Farc en las tres áreas.

El menor índice de participación corresponde a la esfera militar. Las Farc han conseguido entrar en el territorio amazónico y reclutar brasileños para la guerrilla. Pero, evidentemente, éstos entran como soldados rasos y no participan en la jerarquía de mando. La colaboración brasileña, ahí, se limita al suministro de idiotas.

Otra escala de importancia es la de la contribución brasileña en el segundo dominio, el del suministro de recursos. Brasil es el mayor mercado latino-americano de las drogas de Colombia, que son obtenidas a cambio de armas. A través de sus agentes locales las Farc han conseguido ejercer un dominio indiscutible no sólo sobre ese mercado como también sobre amplios sectores de la policía y de la administración pública. Asociadas a la principal cuadrilla de traficantes locales, las Farc son la fuente esencial de las drogas consumidas en Brasil y el origen de la mayor amenaza organizada que hoy pesa sobre la seguridad nacional (supongo que los lectores han acompañado las noticias de la semana pasada).

No obstante es aún más vital la colaboración política y publicitaria, pues del Brasil han partido las principales iniciativas de escala internacional para deshacer la caracterización de las Farc como organización criminosa y limitar su perfil público a la imagen de entidad política, cuando no ética y meritoria, que tiene a precio proyectar de sí misma ante el mundo y los medios de comunicación. En la primera reunión del Foro de São Paulo, en 1991, decenas de organizaciones revolucionarias firmaron con las Farc un pacto de solidaridad basado en la lisonja mutua. Al final del décimo encuentro de la misma asamblea, en La Habana, en diciembre del 2001, una declaración oficial “contra o terrorismo”, maravilla de la novilingua, excluía de la categoría de terroristas a las entidades signatarias y reservaba esa clasificación para los gobiernos que tuviesen la desfachatez de hacer algo contra ellas… Entre esos dos momentos, tuvo lugar el hospedaje oficial del gobierno gaucho [del Estado de Rio Grande do Sul] otorgado a dirigentes de la entidad, la participación de la flor y nata en dos Forum Sociales Mundiales, la intermediación de organizaciones locales para la predicación hecha por agentes de la narcoguerrilla colombiana en escuelas brasileñas y, finalmente, la publicación de la revista farquiana “Resistencia”, que circula libremente por los quiscos de este país.

Si, ahora, me preguntasen — “Pero, en resumidas cuentas, ¿quiénes son esos brasileños?” –, diría que, en el campo militar, nadie se destaca en especial: son todos anónimos. En cuanto a los colaboradores principales en los otros dos campos, me niego terminantemente a fornecer sus nombres. Me niego a ensuciar reputaciones, tanto la de ese ciudadano que, desde la cárcel, esparce las drogas y el terror por Brasil, como la de ése otro que, convocando y dirigiendo sucesivos Foros de São Paulo, firmando y difundiendo sucesivos primores del eufemismo universal, viene inoculando en la mente del público la creencia mentirosa de que las Farc no tienen la menor parcela de culpa en lo que hace el primero. Si uno de ellos es reconocido como enemigo público número uno y el otro como virtual ciudadano número uno de la República, eso sólo muestra que en Brasil el fondo y la cima de la jerarquía han llegado a ser indiscernibles.

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