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Después de la política

Olavo de Carvalho

O Globo, 10 de agosto de 2002

La libertad política puede ser formal o material. Formalmente, es una garantía legal ofrecida por el Estado. Materialmente, su ejercicio se funda en mil y una condiciones que dependen de la sociedad y de la cultura. Todas las ideas en circulación nacen como concepciones generales en los círculos intelectuales y académicos, y sólo paulatinamente son traducidas al lenguaje más pormenorizado de propuestas de gobierno aptas para el debate en las campañas. Por eso es posible eliminar la libertad política sin tocar para nada las garantías formales: basta controlar a la intelectualidad. Es evidente que las ideas indeseadas, si son estranguladas en su fuente, nunca llegarán a adquirir esa expresión pública que podría convertirlas en políticamente amenazadoras, haciendo entonces necesario el recurso a la represión ostensiva. Si son excluidas del horizonte de lo pensable, ya no hace falta prohibirlas: son papel mojado.

Ésa es la moderna tecnología del control político.

Antiguamente, el margen de lo que se podía discutir en unas elecciones era amplio: los políticos divergían en su concepción del mundo, en sus valores morales y religiosos, y en su doctrina político-social, cuyo espectro abarcaba desde el conservadurismo estricto hasta las más extremadas propuestas revolucionarias, desde el liberal-anarquismo hasta el dirigismo socialista y comunista, desde el verde-amarillismo xenófobo hasta el internacionalismo capitalista o proletario.

Todo eso ha desaparecido.

Los cuatro hombrecillos que pretenden gobernarnos están de acuerdo en todo hasta tal punto que, si se les invita a declarar su filosofía, basta que lean en voz alta algún panfleto publicitario de entidad asistencial “políticamente correcta”. No divergen absolutamente en nada al respecto. Una vez establecida la unanimidad esencial y eliminada la posibilidad de disputas ideológicas, ¿qué queda por debatir? Administración y quisquillosidades. Estadísticas y chismes.

Así pues, ya no hay debate político: sólo hay trivialidades gerenciales y la disputa de reputaciones entre los aspirantes a gerente.

En el primer debate entre Ciro, Lula, Serra y Garotinho, cualquier cuestión de cierto nivel desentonaría hasta lo inaguantable.

Lo que queda de política en Brasil se debe a la casualidad de que, en la disputa por los despojos del régimen militar, algunos líderes de izquierda ocuparon enseguida los primeros sitios vacantes, mientras otros fueron dejados para luego y están que trinan por la tardanza.

Ése fue el único motivo de discusión en la farsa del pasado domingo.

Los cuatro candidatos tienen un origen común: vienen de la oposición de izquierda al régimen militar.

Los cuatro, so pretexto de “luchar por la democracia”, se hicieron cómplices de regímenes totalitarios y genocidas infinitamente más crueles que la dictadura que profesaban combatir, y no sienten el menor dolor en la conciencia por ello.

Los cuatro dan por supuesto que la presencia de cualquier “derecha” en la vida política debe ser tolerada, en la más generosa de las hipótesis, como un mal provisional a ser eliminado a las primeras de cambio.

Los cuatro están de acuerdo en que el debate interno de la izquierda – verbigracia el espectáculo que ofrecieron al público — es lo máximo de democracia que se puede admitir.

Y los cuatro, aunque no estén dispuestos a confesarlo en voz alta, saben que ese tipo de democracia es precisamente el “centralismo democrático” de Lenin.

Los remanentes de la “derecha” (si es que cabe llamar así a algunos viejos líderes regionales sin identidad ideológica ninguna), sólo sirven para dos cosas: para adular a algunos sectores de la izquierda, que aceptan servirse de ellos con una repugnancia que no consiguen disimular, y para dar a los demás la oportunidad de ostentar más repugnancia si cabe en sus ansias por demostrar la pureza de su filiación izquierdista, en un concurso de pedigrees que daría envidia a los más fervorosos sabuesos de Stalin.

La hegemonía izquierdista, conquistada en treinta años de esfuerzos en la universidad y en los medios de comunicación, ha llegado finalmente al ámbito electoral. Ahora, poco importa quién va a ser elegido. La única finalidad de esta campaña es excluir definitivamente de la política las ideas inconvenientes, asociadas, en una formidable alucinación semántica, a fantoches de ocasión que no tienen nada que ver con ellas. Eso equivale a hacer del certificado de izquierdismo castizo la única credencial apta para validar una candidatura al puesto que sea.

Los comentaristas que, ante un debate manipulado de ese modo, celebran el acontecimiento como signo de pluralismo y de normalidad democrática, una de dos: o son cómplices de la farsa o son idiotas incurables.

La idiotez es la hipótesis más viable. La prodigiosa indolencia intelectual de nuestras clases alta y media ha puesto las cosas tremendamente fáciles para la elite dirigente de la “revolución cultural”. Desde hace tres décadas, la izquierda militante ha ido estableciendo la pauta de las discusiones académicas, de los temas de los medios de comunicación, de los programas escolares, de la producción cultural y, finalmente, de las discusiones parlamentares y electorales — del orbe entero de lo que se piensa, se habla, se oye, se escribe y se lee en Brasil –, sin que nadie, a excepción del círculo de iniciados gramscianos, pueda lanzar sobre el conjunto una mirada suficientemente amplia como para aprehender el rumbo general que la aplicación de una estrategia consciente y deliberada ha dado al movimiento histórico. Ese movimiento determina todas las mutaciones particulares que aparecen a diario — criminalidad y corrupción, descenso abismal de los niveles de moralidad, decadencia intelectual, etc. –, pero cada uno de estos fenómenos entra en discusión sólo aisladamente y el diagnóstico de sus causas está ya preparado por la elite dirigente, habilísima en ocultar su propia acción y en echar las culpas a los chivos expiatorios de siempre, de modo que la propia discusión de los males haga imposible comprenderlos. Es necesario no saber absolutamente nada sobre la estrategia revolucionaria para creer que, una vez llegadas las cosas a este límite, la democracia capitalista tiene todavía posibilidad de sobrevivir.

La mano de Stalin está sobre nosotros

Olavo de Carvalho

O Globo, 03 de agosto de 2002

En este país hay tres y no más de tres corrientes políticas organizadas: el socialismo fabiano que nos gobierna, el socialismo marxista y el viejo nacional-izquierdismo janguista.

El socialismo fabiano se distingue del marxista porque forma personal de elite para influenciar desde arriba en vez de organizar movimientos de masa. Tuvo su momento de gloria durante la administración keynesiana de Roosevelt, que, so pretexto de salvar el capitalismo, estranguló la libertad de mercado, creó una burocracia estatal infestada de comunistas y se salvó del desastre sólo gracias al estallido de la guerra. El think tank mundial del fabianismo es la London School of Economics, comadrona de la “tercera vía”, una propuesta de la década de los años 20 que es refrita periódicamente cuando el socialismo revolucionario entra en crisis y hay que pasar el trabajo pesado, por un tiempo, a la mano derecha de la izquierda. Cuando están en el poder, los fabianos maquillan un poco la economía capitalista, mientras fomentan por canales aparentemente neutros la difusión de ideas socialistas, promueven la intromisión de la burocracia en todos los sectores de la vida (no necesariamente los económicos) y financian la recuperación del socialismo revolucionario. Cuando éste está listo de nuevo para la pelea, salen de escena poniéndose la etiqueta de “derechistas”, que les permitirá un eventual retorno al poder como salvadores de la patria si los capitalistas vuelven a pensar que necesitan de ellos para detener el ascenso del marxismo revolucionario. Entonces una vez más fingirán salvar a la patria cuando en realidad salvan, bajo manga, al socialismo.

Desde el tiempo de sus fundadores, Sidney y Beatrice Webb, el fabianismo sólo ha sido un instrumento auxiliar de la revolución marxista, encargándose de ganar respetabilidad en los círculos burgueses para destruir el capitalismo desde dentro. Los conservadores ingleses decían esto y eran ridicularizados por los medios de comunicación, pero la apertura de los Archivos de Moscú ha demostrado que el libro más famoso de la pareja no fue escrito por el marido ni por la mujer, sino que fue obra del gobierno soviético.

La articulación de los dos socialismos era llamada por Stalin “estrategia de las tijeras”: consiste en hacer que el ala aparentemente inofensiva del movimiento se presente como la única alternativa a la revolución marxista, ocupando el espacio de la derecha de modo que ésta, hecha picadillo entre dos cuchillas, acabe desapareciendo. La oposición tradicional de derecha e izquierda es substituida entonces por la división interna de la izquierda, de modo que se obtiene la completa homogenización socialista de la opinión pública sin ninguna ruptura aparente de la normalidad. La discusión de la izquierda con ella misma, al ser la única discusión que queda, se transforma en un simulacro verosímil de la competición democrática y es exhibida como prueba de que todo está en el más perfecto de los órdenes.

Nuestros fabianos, en el gobierno, han seguido su fórmula de siempre: han administrado el capitalismo como si fuesen capitalistas, mientras propagaban el adoctrinamiento marxista en las escuelas, desmantelaban las Fuerzas Armadas, instituían nuevas reglas de moralidad pública inspiradas en el marxismo cultural de la Escuela de Frankfurt, anulaban mediante la difamación en los medios de comunicación a los líderes derechistas, creaban un aparato de represión fiscal destinado a dejar prácticamente fuera de la ley toda actividad capitalista y, last not least, financiaban con dinero público el crecimiento del MST, la mayor organización revolucionaria latinoamericana de todos los tiempos. En definitiva: fingían estar cuidándose de la salud del capitalismo mientras destruían sus bases políticas, ideológicas, culturales, morales, administrativas y militares, dejando la cama hecha para la llegada del socialismo. Han realizado todo eso con el aplauso de una clase capitalista idiota, incapaz de ver en el capitalismo nada más que su superficie económica e ignorante de todo lo que es necesario para sostenerla. Ahora pueden irse a casa, seguros de tener un lugar bajo el sol en el socialismo, si llega mañana, así como en el capitalismo, si dura un poco más.

Si es cierto que el socialismo marxista tuvo su encarnación oficial en el Estado soviético y que el fabianismo fue el brazo “light” de la estrategia stalinista, no es menos cierto que el nacional-izquierdismo que brotó en la década de los años 30 también fue substancialmente una invención de Stalin. La gran especialidad del “tío Josef” era precisamente el problema de las nacionalidades, al que dedicó un libro que se convirtió en un clásico. Fue él quien creó la estrategia de fomentar ambiciones nacionalistas, cuando podía usarlas contra las potencias occidentales, y de frenarlas, cuando se oponían al “internacionalismo proletario”. Es verdad que esta estrategia le falló con los nazis, que se revolvieron contra la URSS, pero, en cambio, con ella consiguió un éxito enorme en las naciones atrasadas, en las que xenófobos de todos los colores — getulistas, nasseristas, peronistas, africanistas y ayatolás variopintos — acabaron integrándose en las tropas de la revolución mundial, barriendo sus divergencias ideológicas hacia debajo de la alfombra, y transmitiendo una impresión de unidad a sus adeptos en los países ricos (de ahí el milagro de que feministas y gays se manifiesten contra EUA codo a codo con machistas islámicos). La multitud de los nacionalistas insatisfechos ofrece un refuerzo extra a la estrategia de las tijeras, sea como tropa de línea, sea, si se trata de militares, como arma de guerra.

Stalin fue el mayor estratega revolucionario de todos los tiempos. Los efectos de su acción creativa llegaron a tierras brasileñas y todavía están entre nosotros. Todo el panorama político nacional está hoy montado según el esquema delineado por él en los años 30. Pero, de los pocos que tienen envergadura intelectual para verlo, ¿cuántos tienen interés en discutirlo en público?

Los criminosos

Olavo de Carvalho

Jornal da Tarde, 01 de agosto de 2002

Si quieres reconocer al tipo perfecto de izquierdista fanático, mentiroso, lleno de prejuicios, ciego y amoral, para quien la victoria de la causa izquierdista está por encima del bien y del mal, de la verdad y del error, de la vida y de la muerte (de la muerte de los demás, claro), tienes que saber que se delata por un detalle infalible.

Es el siguiente.

EUA entró en la guerra de Vietnam para impedir que los vietcong se apoderasen de Vietnam del Sur y propagasen su dominio a la vecina Camboya. Si pasase eso, aseguraban los “halcones” del Pentágono, la dictadura comunista se impondría en toda la región mediante el homicidio en masa, y reduciría las poblaciones locales a la miseria y al trabajo esclavo.

Para impedir eso, decían, EUA tenía el deber de permanecer en Vietnam. Nosotros, los de la izquierda, rechazábamos in limine ese argumento como propaganda imperialista y asegurábamos que los vietcong no eran más que patriotas en lucha por la independencia nacional. Pues bien: cuando los americanos salieron de Vietnam, los vietcong instalaron el reino del terror en Vietnam del Sur, matando en pocos meses un millón de civiles, y ayudaron a instalar en el poder en Camboya al dictador Pol-Pot, que mató allí dos millones más. Precio total de la salida de las tropas norteamericanas: tres millones de vidas — diez veces más que el total de vietcong muertos en el campo de batalla. Tres veces más que el total de víctimas de todas las acciones bélicas de EUA en el mundo durante todo un siglo. Sin contar los vietnamitas y camboyanos que fueron enviados a campos de concentración y escaparon vivos de torturas y humillaciones indescriptibles. Sin contar la supresión de todas las libertades civiles. Sin contar la miseria generalizada y el reclutamiento obligatorio hasta de niños para el trabajo esclavo.

¿A quién corresponde la culpa de esa paz asesina? A nosotros, los niños mimados de la generación Woodstock, que ayudamos a los medios de comunicación izquierdistas mundiales a desarmar a EUA y a entregar civiles inermes a la saña asesina de Ho Chi Minh y Pol-Pot.

Por aquel entonces, la mayoría de nosotros no tenía la mínima idea de la enormidad del crimen con el que estábamos colaborando alegremente. Pero hoy el mundo entero sabe cuál ha sido el precio de nuestro presumir de “buenos-chicos”. Y ahí está el detalle al que me refería: todo aquel que hoy día, pasadas tres décadas desde los acontecimientos y una década desde la difusión mundial de los números del genocidio, continúe haciendo como si los americanos fuesen los malos de la película y celebrando como alta expresión de piedad la trama sórdida de la que fuimos cómplices, es un abogado del genocidio y un canalla de tomo y lomo. Poco importa que, para no desgastarse defendiendo a un mal cliente, finja despreciar el “socialismo real” y se ponga tras la fiesta sangrienta la careta fácil del izquierdismo “light”. Nadie que haya abdicado con sinceridad del culto al comunismo sino-soviético puede continuar defendiendo, tanto tiempo después, la mentira asesina que dicho comunismo endilgó al mundo. En el consenso del derecho penal internacional, la apología del genocidio, incluso la hecha ex post facto e indirectamente — por ejemplo a través de la difamación de los que se han opuesto a él –, es crimen contra la humanidad. Son, pues, formalmente culpables de crimen contra la humanidad todos los que hoy, para hablar mal de EUA con el pretexto que sea, continúan empleando la torpe y engañosa retórica “pacifista” de los años 60. Que deseen hermosear retroactivamente su juventud perdida, es sólo una abyecta efusión de vanidad senil. Pero que lo hagan legitimando una paz más cruel que todas las guerras, eso es crimen y nada más que crimen.

***

Mi artículo “Prepotencia gay” ha recibido, por e-mail, agradecimientos de comerciantes de la calle Vieira de Carvalho, que se sienten coaccionados y amenazados por el tumulto arrogante de los nuevos dueños de la calle y no tienen quien les defienda contra el deterioro del ambiente. Tanto es así que muchos de ellos han preferido cerrar sus establecimientos: “Podemos citar — dicen los remitentes, cuyos nombres omitiré aquí por motivos obvios — el Restaurante Almanara, la Casa Ricardo, el Hotel Amazonas y el Hotel Vila Rica. El restaurante más antiguo de la ciudad, Carlino, también ha cerrado sus puertas.” No se trata, repito, de ir contra los derechos de los gays, que yo defendería con placer si fuera necesario y si no tuviesen, como tienen, defensores en profusión. Pero ¿acaso el derecho de un grupo, no importa cual, al jolgorio público es superior al derecho de un comerciante a ganarse la vida trabajando?

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