Olavo de Carvalho

Zero Hora, 20 de octubre de 2002

Seguramente no hay medio más fácil de conocer un autor, una época, un grupo, que analizar, en lo que escriben, sus tics estilísticos. El estilo petista tiene varios, típicos e inconfundibles, cuyo estudio animaría las noches del más soñoliento de los filólogos, dado lo encantadoras que son las curiosidades que allí le esperan. Pero hoy quiero destacar solamente uno de esos tics, por la peculiar inventiva de la inversión de significado que imprime a una de las palabras más importantes del momento, la palabra “terrorismo”.

Ese término, como se sabe, o como en caso de duda se pode averiguar en cualquier diccionario, designa el uso de bombas, tiros, incendios y otros expedientes truculentos a fin de obtener favores políticos que difícilmente serían concedidos de buen grado por las personas explotadas, baleadas o incineradas, como por ninguna otra.

Con frecuencia fuera de lo común, sin embargo, portavoces del petismo letrado e iletrado usan ese término para designar una multiplicidad de cosas heterogéneas que normalmente no son designadas de ese modo y que, en sí mismas, no tienen ninguna virtud mortífera especial; he aquí algunas: (1) el aumento de los tipos de interés en más de tres puntos; (2) la entrevista de una revista semanal al presidente de la República; (3) artículos del filósofo Denis Rosenfield publicados en la prensa gaucha y paulista; (4) chistes anti-petistas que circulan por internet; (5) la declaración de la actriz Regina Duarte de que está horrorizada ante la posibilidad de la victoria del PT en las elecciones presidenciales.

A primera vista, parece que sólo se trata de metáforas de mal gusto, reforzadas por un énfasis demencialmente hiperbólico destinado a crear la impresión de que esas cinco cosas, por alguna vía inaccesible al pensamiento humano normal, ejercen sobre el alma petista un efecto aterrorizante comparable al que el derrumbamiento de las torres del World Trade Center produjo en la población de Nueva York. Especialmente en el punto 5, no se comprende que el simple hecho de que una señora se declare aterrorizada pueda aterrorizar a los que la dejan aterrorizada. Sólo con eso, la lengua petista muestra ser una de las más extrañas que ha hablado el bicho-hombre desde su advenimiento a la Tierra.

Esa rareza, sin embargo, llega a las alturas del apocalipsis semántico cuando se constata que los mismos individuos, que estiran tanto el término “terrorismo” para poder designar con él las cosas más variadas e inofensivas, se niegan terminantemente a aplicarlo a las empresas bélicas y explosivas de la guerrilla colombiana, que han matado ya a 30 mil personas aproximadamente.

La ampliación hipertrófica del sentido figurado es una anomalía estilística que revela que su usuario tiene una cierta intención de forzar las cosas para que parezcan lo que no son. Pero, acompañada de la supresión del sentido literal originario, denota algo mucho más alarmante: el intento de habituar al público a creer que tirar bombas e incendiar edificios públicos no es terrorismo: terrorismo es hablar mal del PT. Una vez acostumbrados a esa nueva acepción del término, nos parecerá normal que los representantes de la narcoguerrilla colombiana sean recibidos en palacio con honras de invitados oficiales del gobierno, mientras los autores de chistes y Regina Duarte van a la cárcel como terroristas. Como ustedes saben, falta poquísimo para que esa posibilidad absurda se convierta en nuestra realidad de cada día.

Fenómenos análogos se encuentran a millares en la literatura petista y comunista, que incluye por ejemplo las expresiones “genocidio” (usada para designar las privatizaciones de empresas estatales en el capitalismo en vez de designar la estatalización de la matanza en el socialismo), “democracia” (usada como sinónimo del régimen cubano), “utilidad social” (el uso de las tierras invadidas por el MST para entrenar guerrilleros en vez de para plantar alubias), etc. Las obras enteras de escritores como Leonardo Boff, Emir Sader y Frei Betto, así como los discursos completos de Olívio Dutra, Tarso Genro y tantos otros, no contienen nada, rigurosamente hablando, que no se reduzca, en última instancia, al empleo repetido y obsesivo de esa singular inversión estilística, que, como ninguna otra cosa, ilustra la máxima de que “el estilo es el hombre”.

Las prodigiosas inversiones de significado que ahí se observan podrían ser consideradas como meras patologías, si no fuese porque se fundan en una técnica perfectamente consciente, que la retórica petista viene usando de manera sistemática desde hace casi cuatro décadas, a fin de convertir los círculos en cuadrados, y los cuadrados en círculos. La misma rareza aparente de las mutaciones terminológicas usadas con ese propósito se vuelve, entonces, algo perfectamente racional y explicable: cuanto más absurdo sea el nuevo lenguaje que se enseña al pueblo, más dócilmente ese pueblo, una vez habituado a dicho lenguaje, estará dispuesto a aceptar más y más absurdos, siempre que provengan de la misma autoridad que le ha enseñado a hablar.

La imposición forzada de significados – la “violencia simbólica”, como la llama Pierre Bourdieu – es el más clásico subterfugio de dominio de las mentes que hay en el repertorio de los tiranos y manipuladores. En el PT hay centenares de intelectuales que lo saben, pues han estudiado mucho a Bourdieu y conocen de memoria el siguiente enunciado: “Todo poder de violencia simbólica, es decir, todo poder que consigue imponer significados e imponerlos como legítimos, camuflando las relaciones de fuerza que están a la base de su fuerza, aumenta la fuerza (de violencia simbólica) de esas relaciones de fuerza”. Desde hace 30 años la intelectualidad petista no hace otra cosa, deformando la lengua de los debates públicos hasta el punto de que el aterrorizado se convierte en terrorista, el perseguidor en perseguido, el agresor en agredido – y nadie osa denunciar la premeditada ingeniería de violencia simbólica que hay detrás de todo ello.

Si en Brasil existiese un establishment universitario consciente de sus funciones, habría a esta altura centenares de estudios académicos sobre la novilingua petista, uno de los fenómenos lingüísticos más perversos y malignos que se han podido observar en la historia de la sinvergonzonería universal. Por desgracia, el propio establishment académico, sometido al dominio del petismo, se ha dedicado a contribuir a la producción del fenómeno en vez de estudiarlo y curarlo. Por eso, exactamente igual que en el Alienista de Machado de Assis, la enfermedad se ha transformado en medicina, y la medicina en enfermedad.

Piensa en eso, caro lector, al oír que un candidato petista promete la curación de los males nacionales.

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