Olavo de Carvalho
O Globo, 31 de agosto de 2002
Por primera vez en la historia de las elecciones brasileñas, un candidato a presidente admite en público que sus promesas de campaña no son más que un barbitúrico utilizado para tranquilizar a la porción más idiota del electorado y que, una vez en el poder, pretende hacer algo totalmente distinto.
La confesión es tan torpe, tan cínica, que la platea, ante ella, entra en estado de estupor y no hace nada, nada para punir al chistoso. Nada: ni lo desacredita en titulares de ocho columnas, ni organiza actos públicos de protesta, ni pide a la Justicia Electoral la impugnación da su candidatura, ni siquiera registra en la Comisaría del Consumidor una quejilla por propaganda engañosa.
Al contrario: inquietos y temerosos, millones de cómplices se ponen en movimiento, en una agitación silenciosa de los bas fonds, para amortiguar el escándalo y hacer como si nada hubiese pasado.
Hasta las víctimas principales de la añagaza hacen la vista gorda, para no tener que admitir que han sido burladas, en parte también porque lo han sido con su propia ayuda.
Tampoco los demás presidenciables se sienten libres como para sacar provecho de la metedura de pata monumental, pues si lo hiciesen darían a la campaña un cariz de enfrentamiento ideológico que, entre adeptos de una misma ideología, quedaría muy mal. Más que quedar mal, atrasaría el proceso de transición hacia el socialismo, que cada uno de ellos sueña protagonizar con más ingenio y glamour que los otros tres; en eso consiste el único punto de divergencia que les separa en estas elecciones.
Así pues, la más tremebunda y terrible declaración que se haya hecho jamás en una campaña presidencial en este país pasa como si fuese un detalle irrisorio.
¿Se acuerdan del estrago devastador que los medios de comunicación hicieron en la reputación del político que dijo: “Olvídense de lo que he escrito”? Pues nada semejante se hará con el que ahora dice: “Olvídense de lo que he dicho.” Y el primero se refería a obras académicas de treinta años atrás, que no prometían nada concreto en el plano de las acciones prácticas. El segundo, no. Lo que quiere que olvidemos es la totalidad de un programa de gobierno presentado hace pocos meses y repentinamente desenmascarado como un sistema de añagazas publicitarias calculado para encubrir objetivos discretos, si no secretos, sólo confesados entre cuatro paredes a viejos compañeros de militancia. Para armar un alboroto contra el primero, valieron todas las especulaciones maliciosas, todo el humorismo perverso, todas las más escabrosas atribuciones de intenciones. Contra el segundo, no se alegará ni siquiera el sentido explícito y literal de una traición anunciada.
Lo máximo que le pasará al metepatas será recibir una discreta reprimenda de sus amigos y partidarios por haberse ido de la lengua, cosa que antes sólo solía hacer en el sentido fono-audiológico y políticamente inofensivo de la expresión.
En la escalada de la falta nacional de conciencia, llegamos así al último estadio del sopor hipnótico. Ni siquiera el chasquido de dedos del propio hipnotizador puede ya despertar al paciente que ha aprendido a repetirse a sí propio, en sueños, las sugestiones que le han inducido a dormir.
Jamás unas elecciones se han realizado en un estado de tan profunda, total y voluntaria indiferencia ante sus consecuencias, más que previsibles declaradas de antemano.
Pues ese hombre que subirá al poder firmemente dispuesto a hacer lo contrario de lo que ha prometido no será, si es elegido, un presidente como cualquier otro. Será un presidente especial, será el gobernante más poderoso que ya ha existido en Brasil, puesto que, además del mando del Ejecutivo tendrá en sus manos armas de grueso calibre que ninguno de sus antecesores nunca osó ambicionar.
Tendrá, en primer lugar, el Partido — un partido diferente de los demás, un partido revolucionario con 300 mil militantes adiestrados en la rígida disciplina del “centralismo democrático” leninista, dispuestos a todo para aprovechar la ocasión de consolidar el poder de la organización como orientadora máxima del Estado, planeadora de la sociedad futura y fiadora del camino brasileño hacia el “Eje del Mal”.
Tendrá, de propina, el ejército de los Sin-Tierra — 300 mil combatientes más, adoctrinados y fanatizados hasta el extremo de la alucinación, muchos de ellos con entrenamiento paramilitar, distribuidos a lo largo de todas las carreteras del país y, como ya lo han demostrado, capaces de paralizarlas en un instante.
Tendrá los 800 o más periodistas a sueldo de la CUT y no sé cuántos militantes y “compañeros de viaje” más, incrustados en las redacciones, que, si ahora ya tienen fuerza para expurgar de las noticias todo lo que les parece inconveniente para el buen nombre do socialismo, mucho más podrán hacer, sin duda, cuando se apoyen en la autoridad del presidente de la República.
Tendrá la red entera de ONGs millonarias — la “quinta-columna de los derechos humanos”, como la llama el FrontPage Magazine de David Horowitz –, preparada para denunciar en los medios de comunicación internacionales, como crimen y conspiración fascista, todo lo que vaya en contra de la voluntad suprema de S. Exc.
Tendrá el apoyo armado continental de las Farc y de sus agentes en la red nacional del narcotráfico.
Nunca un brasileño ha tenido al alcance de su mano un panel tan rico y variado de mandos, para jugar a demiurgo socialista con los destinos de ciento sesenta millones de personas.
Ése es el hombre que declara que sus promesas tranquilizantes son indignas de confianza.
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A tiempo. En el artículo sobre Yasser Arafat, me olvidé de decir que el vínculo de la OLP con el nazismo no se redujo a la afinidad ideológica de origen: en el atentado a la Oktoberfest de Munich, en 1980, los terroristas palestinos actuaron junto con los neonazis de la banda de Karl Hoffman. Esto fue declarado en la época, oficialmente, por el gobierno alemán. Recordar es sobrevivir.