Olavo de Carvalho
Jornal da Tarde, 01 de agosto de 2002
Si quieres reconocer al tipo perfecto de izquierdista fanático, mentiroso, lleno de prejuicios, ciego y amoral, para quien la victoria de la causa izquierdista está por encima del bien y del mal, de la verdad y del error, de la vida y de la muerte (de la muerte de los demás, claro), tienes que saber que se delata por un detalle infalible.
Es el siguiente.
EUA entró en la guerra de Vietnam para impedir que los vietcong se apoderasen de Vietnam del Sur y propagasen su dominio a la vecina Camboya. Si pasase eso, aseguraban los “halcones” del Pentágono, la dictadura comunista se impondría en toda la región mediante el homicidio en masa, y reduciría las poblaciones locales a la miseria y al trabajo esclavo.
Para impedir eso, decían, EUA tenía el deber de permanecer en Vietnam. Nosotros, los de la izquierda, rechazábamos in limine ese argumento como propaganda imperialista y asegurábamos que los vietcong no eran más que patriotas en lucha por la independencia nacional. Pues bien: cuando los americanos salieron de Vietnam, los vietcong instalaron el reino del terror en Vietnam del Sur, matando en pocos meses un millón de civiles, y ayudaron a instalar en el poder en Camboya al dictador Pol-Pot, que mató allí dos millones más. Precio total de la salida de las tropas norteamericanas: tres millones de vidas — diez veces más que el total de vietcong muertos en el campo de batalla. Tres veces más que el total de víctimas de todas las acciones bélicas de EUA en el mundo durante todo un siglo. Sin contar los vietnamitas y camboyanos que fueron enviados a campos de concentración y escaparon vivos de torturas y humillaciones indescriptibles. Sin contar la supresión de todas las libertades civiles. Sin contar la miseria generalizada y el reclutamiento obligatorio hasta de niños para el trabajo esclavo.
¿A quién corresponde la culpa de esa paz asesina? A nosotros, los niños mimados de la generación Woodstock, que ayudamos a los medios de comunicación izquierdistas mundiales a desarmar a EUA y a entregar civiles inermes a la saña asesina de Ho Chi Minh y Pol-Pot.
Por aquel entonces, la mayoría de nosotros no tenía la mínima idea de la enormidad del crimen con el que estábamos colaborando alegremente. Pero hoy el mundo entero sabe cuál ha sido el precio de nuestro presumir de “buenos-chicos”. Y ahí está el detalle al que me refería: todo aquel que hoy día, pasadas tres décadas desde los acontecimientos y una década desde la difusión mundial de los números del genocidio, continúe haciendo como si los americanos fuesen los malos de la película y celebrando como alta expresión de piedad la trama sórdida de la que fuimos cómplices, es un abogado del genocidio y un canalla de tomo y lomo. Poco importa que, para no desgastarse defendiendo a un mal cliente, finja despreciar el “socialismo real” y se ponga tras la fiesta sangrienta la careta fácil del izquierdismo “light”. Nadie que haya abdicado con sinceridad del culto al comunismo sino-soviético puede continuar defendiendo, tanto tiempo después, la mentira asesina que dicho comunismo endilgó al mundo. En el consenso del derecho penal internacional, la apología del genocidio, incluso la hecha ex post facto e indirectamente — por ejemplo a través de la difamación de los que se han opuesto a él –, es crimen contra la humanidad. Son, pues, formalmente culpables de crimen contra la humanidad todos los que hoy, para hablar mal de EUA con el pretexto que sea, continúan empleando la torpe y engañosa retórica “pacifista” de los años 60. Que deseen hermosear retroactivamente su juventud perdida, es sólo una abyecta efusión de vanidad senil. Pero que lo hagan legitimando una paz más cruel que todas las guerras, eso es crimen y nada más que crimen.
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Mi artículo “Prepotencia gay” ha recibido, por e-mail, agradecimientos de comerciantes de la calle Vieira de Carvalho, que se sienten coaccionados y amenazados por el tumulto arrogante de los nuevos dueños de la calle y no tienen quien les defienda contra el deterioro del ambiente. Tanto es así que muchos de ellos han preferido cerrar sus establecimientos: “Podemos citar — dicen los remitentes, cuyos nombres omitiré aquí por motivos obvios — el Restaurante Almanara, la Casa Ricardo, el Hotel Amazonas y el Hotel Vila Rica. El restaurante más antiguo de la ciudad, Carlino, también ha cerrado sus puertas.” No se trata, repito, de ir contra los derechos de los gays, que yo defendería con placer si fuera necesario y si no tuviesen, como tienen, defensores en profusión. Pero ¿acaso el derecho de un grupo, no importa cual, al jolgorio público es superior al derecho de un comerciante a ganarse la vida trabajando?