Olavo de Carvalho
Jornal da Tarde, 29 de agosto de 2002
En las épocas revolucionarias – y sería ingenuidad negar que Brasil vive una de ellas – hay un síntoma que se repite invariablemente, con la constancia de las erupciones cutáneas al comienzo de una sífilis: de repente surgen de la nada personas que empiezan a opinar con pasión sobre asuntos que hasta la víspera no les interesaban lo más mínimo, de los que apenas han oído hablar y de los que siguen ignorándolo prácticamente todo.
El hecho es señalado por muchos analistas célebres del fenómeno revolucionario.
No es necesario averiguar sus causas. La pérdida de confianza entre grupos y clases destruye en la opinión pública el sentido de las proporciones, el sentido de la realidad y, automáticamente, el sentido de la prudencia en opinar. La propagación de la locura es espontánea y de progresión geométrica. En medio de la incertidumbre general, una palabra de orden, un runrún, una exclamación oída en un bar se convierten de repente en una tabla de salvación. Todos se agarran a la novedad, dispuestos a exhibirla como emblema de seguridad personal en medio del caos colectivo. De ahí proviene la epidemia de opiniones idiotas, emitidas con tono de certeza absoluta e intolerante. “El sueño de la razón produce monstruos.”
La última semana, tres de esos “monstruos”, nadando por el mar de las demencias nacionales, han venido a parar a mi buzón postal. El primero era un artículo firmado por el dibujante Jaguar, publicado en el periódico carioca O Dia, que aseguraba que ya no existían comunistas en el mundo – mucho menos en Brasil – y, basándose en esa verdad infalible, diagnosticaba mi pésimo estado de salud mental. Jaguar era calificado por su amigo Paulo Francis como un “genio idiota” (sic), incapaz de captar el sentido ideológico incluso de sus propios dibujos.
No es de extrañar, por tanto, que ignore la existencia del Foro de São Paulo, de los agentes de las Farc que operan en nuestro territorio nacional, de los campos de entrenamiento de guerrilleros del MST, etc. Lo que sí debería resultar extraño es que un periódico lo juzgue habilitado para opinar al respecto. Debería resultar extraño, si no fuese por que estamos en la época que estamos.
El segundo venía de la sección de cartas de Zero Hora. En una larga frase, cuyo predicado se iba alejando cada vez más del sujeto hasta olvidarlo por completo y acabar hablando de otra cosa, el autor de la misiva me acusaba de escribir muy mal. Acto seguido, me echaba la bronca por criticar a filósofos muertos, que no podían defenderse – objeción que, adoptada como regla universal, habría zanjado toda y cualquier discusión entre filósofos a partir de la muerte del primero, allá por el siglo VI a. C.
Finalmente, un joven universitario de Minas, en circular distribuida en Internet, me echaba una filípica con todas las de la ley, llamándome ignorante, burro y semi-analfabeto, por haber emitido un determinado parecer sobre la guerra civil americana, que dicho joven prometía hacer añicos, pocas líneas más abajo, fundándose en fuentes históricas de alto copete.
Como la opinión que yo había publicado se fundaba en las investigaciones académicas más recientes y meticulosas, me quedé de piedra. ¿Habría escapado a mi atención algún detalle esencial? ¿Habría cometido alguna metedura de pata histórica formidable, exponiéndome a la reprimenda magisterial de un Ph.D. recién salido de pañales? Empecé entonces a leer los párrafos siguientes, decidido ya interiormente a retirar lo dicho, si fuera necesario, puesto que no hay mayor infamia que la contumacia en el error comprobado.
Con lo que tropecé, sin embargo, fue con la narrativa estándar de los acontecimientos, idéntica a la de los viejos libros escolares, con la única diferencia de estar respaldada por la autoridad de un historiador que yo desconocía, un tal Roger Bruns. Fui a averiguar en Internet quién era el Sr. Bruns y descubrí que era un autor de libros de historia para niños, de uno de los cuales el factor de la misiva había extraído la sustancia de sus argumentos…
En mi larga vida de estudios, me había preparado para todo, todo – excepto para enfrentarme a un adversario que saltaba al campo super-confiante, seguro de poder fulminarme intelectualmente con citas de Espinete y de “Los tres cerditos”. ¡Ah, eso no! Todo, todo, menos eso.
Me he adiestrado para enfrentar, en disputa intelectual, todo tipo de arma: cañón, revólver, puñal, incluso mísiles atómicos. Agredido a golpes de chupete, todo lo que he podido hacer ha sido quedarme profundamente consternado, preguntándome a mí mismo qué especie de educación habrá recibido ese chico, que le ha inducido a presumir de sus fuerzas hasta ese punto.
Pero no ha sido sólo la educación: ha sido el espíritu de la época.