Olavo de Carvalho
O Globo, 14 de septiembre de 2002
Desde la década de los 50, los servicios secretos de la URSS y de China se dedicaron a infiltrarse en el narcotráfico, no para entrar directamente en el negocio, está claro, sino para dirigirlo desde arriba, usándolo para fines estratégicos que van mucho más allá del horizonte de intereses de los meros traficantes.
De esos fines, dos eran esenciales: guerra psicológica y creación de una red local de financiación para aliviar el enorme dispendio del bloque comunista con los movimientos revolucionarios en el mundo subdesarrollado.
Ambos fines han sido alcanzados. Las drogas fueron un poderoso estimulante del movimiento “pacifista” de la juventud en los años 60-70, que abortó la intervención americana en Vietnam. Por otro lado, los movimientos revolucionarios de América Latina, que tras la caída de la URSS deberían haber secado por falta de recursos, no sólo han sobrevivido al trauma, sino que incluso han crecido formidablemente en la década de los 90, alimentados por el negocio de las drogas.
La estructura de explotación montada casi medio siglo antes permite que las Farc y el gobierno cubano sean hoy los mayores beneficiarios del narcotráfico y, al mismo tiempo, que puedan alegar con verosimilitud que no son traficantes.
El funcionamiento de la cosa ha sido descrito meticulosamente por el general Jan Sejna, desertor del Estado-Mayor checo, en declaraciones al investigador Joseph D. Douglass, que lo ha publicado en Red Cocaine (Londres, 2000). Mientras ese libro no sea publicado y leído en Brasil, todas nuestras discusiones sobre narcotráfico serán meros ejercicios de retórica pueril o de desinformación comunista. Desinformación no en el sentido vulgar, sino en el sentido técnico de la desinformatzia soviética, trabajo de precisión destinado a orientar en un sentido catastrófico, por el control del flujo de informaciones, las decisiones estratégicas del enemigo.
Agentes de influencia al servicio de las Farc y de Cuba han tenido, por ejemplo, enorme éxito en explotar el orgullo de las Fuerzas Armadas latinoamericanas, manteniéndolas lejos del combate al narcotráfico con el argumento de que no deben consentir en “rebajarse” a la condición de “mera policía”. Así se hace una guerra a salvo de toda reacción que esté a la altura, pues dicha reacción es paralizada por escrúpulos corporativos y patrióticos.
En verdad, los resultados de la operación han ido mucho más allá de eso. Aunque la presencia activísima de las Farc en nuestro territorio es reconocida, varios oficiales de nuestras Fuerzas Armadas están ya persuadidos de que el gran peligro para nuestro país no viene de ahí, sino de EUA. El razonamiento se basa en una triple hipótesis conspiradora: si EUA envía tropas a Colombia; si después de vencido el narcotráfico esas tropas súbitamente cambian de objetivo y deciden permanecer allí como tropas de ocupación imperialista; y si, después de todo eso, no respetan nuestras fronteras, entonces estaremos ante un caso de agresión americana. Luego, la agresión americana — y no la de las Farc — es prácticamente un hecho consumado, y conviene que nos preparemos para ella, aprendiendo las técnicas vietcong de lucha en la selva y dejando en paz a las Farc.
Ese modelo de razonamiento es tan típico de la desinformación totalitaria, que fue incorporado incluso al “teatro del absurdo” de Eugène Ionesco. En Entre la Vie et le Rêve el genial dramaturgo lo resume así: “Nos dicen que EUA atacó a Corea. Mentira: fueron los chinos. Entonces nos responden: EUA habría podido atacar. Por tanto, atacó.” Basados en análoga conclusión, soldados y oficiales de nuestras tropas de frontera se entregan a la apasionada lectura de los escritos de Ho Chi Minh y del general Giap, soñando con matar marines mientras los narcoguerrilleros entran en Amazonia, dominan el mercado nacional de drogas a través de Fernandinho Beira-Mar y similares, publican una revista en Rio de Janeiro e incluso predican a nuestros niños en las escuelas.
La desinformación es el arte de enloquecer al adversario.
De la misma operación hacen parte las reacciones de nuestros medios de comunicación ante el artículo de Constantine C. Menges, “Blocking a New Axis of Evil”, que advierte sobre la próxima formación de un bloque antiamericano entre el Brasil petista, la Venezuela de Chávez, las Farc y Cuba (cosa que ni siquiera es una profecía, sino la mera descripción de un hecho, dados los acuerdos públicos firmados en el Foro de São Paulo de 1991 a 2001 entre el PT y las demás organizaciones revolucionarias de América Latina, que un presidente petista no podrá eximirse de cumplir). Con esa uniformidad que denota orquestación, nuestros periódicos han cargado de leña las ideas del Sr. Menges, cubriéndolas de insultos pero jamás reproduciéndolas íntegramente para que el lector pueda juzgarlas por sí mismo. También al unísono, han llamado la atención menos hacia el contenido del artículo que hacia su local de publicación, el Washington Times, tachándolo de sospechoso por tener como principal accionista al reverendo Moon, actualmente sometido a investigación por la policía brasileña. La lógica ahí subentendida es que todo articulista es responsable por las trapazas reales o imaginarias en que se metan las empresas para las que escribe. Pero, además de la falacia lógica, la campaña anti-Menges ha recurrido a la mentira pura y simple. El artículo, de hecho, no ha salido en el Washington Times: salió, tres meses antes, en la revista Weekly Standard, que no pertenece a ningún reverendo y que es reconocida por todos los medios de comunicación americanos como un auténtico “must read”. El periódico del reverendo se ha limitado a resumirlo con atraso.
No por coincidencia, uno de los más feroces oponentes locales a las conclusiones del Sr. Menges es a la vez asiduo frecuentador de los medios militares, donde ha tenido algún éxito en fomentar la creación del futuro vietcong verde-amarillo.