Olavo de Carvalho

Jornal da Tarde, 07 de noviembre de 2002

El gobernador Geraldo Alckmin es un paladín de los movimientos “políticamente correctos” que pretenden instaurar, mediante la presión de consensos más o menos improvisados, los “nuevos derechos del hombre” – algunos de ellos en flagrante oposición a los antiguos – patrocinados por la ONU, por los medios de comunicación izquierdistas elegantes de Nueva York y París y por la red mundial de ONGs. A la vez, es un defensor del orden democrático, respetuoso con los derechos del capital privado en el campo económico y contrario a toda exhibición de arrogancia autoritaria.

Bastan esos breves rasgos para saber que se trata de una encarnación típica del político de la izquierda moderada que ha ocupado el sitio de los comunistas en el escenario de las democracias occidentales.

En un régimen normal y representativo de la era pos-comunista, un hombre como el gobernador Alckmin personificaría, ante el electorado, la voz y la presencia de la izquierda. Frente a él, se alzaría como fuerza antagónica en las elecciones el típico hombre de la derecha – el demócrata-cristiano de Alemania y de Italia, el conservador inglés, el republicano de EUA -, defendiendo, en contra del ideario reformista “políticamente correcto”, los valores y principios de la moral judeocristiana y la no-intervención del Estado en la economía.

La alternancia en el poder de esas dos corrientes produciría el equilibrio dinámico de la vida democrática, marginando y neutralizando a los extremismos de ambos lados, exactamente como en Francia la competencia entre Chirac y Jospin excluye a los maoístas y a Le Pen, o como en EUA la disputa entre republicanos y demócratas no deja espacio a Louis Farrakhan o a David Duke.

En Brasil, la unanimidad de los medios de comunicación ha endilgado al pueblo brasileño la creencia de que las últimas elecciones han consolidado la democracia en este país. Con la victoria de Lula, Brasil habría entrado por fin en la modernidad política, poniéndose a la altura de los regímenes vigentes en la parte civilizada del mundo.

Para hacerse una idea de lo falsa, artificial y malintencionada que es esa propaganda, basta verificar que, en las últimas elecciones, no ha habido en la lista de candidatos ni un solo conservador, ni un solo defensor de la libertad económica y de la moral tradicional. Al haber dado un giro violento hacia la izquierda el fiel de la balanza, el lugar nominal de la “derecha” ha sido ocupado por el equivalente local y tucano de los social-demócratas europeos, y el papel de la “izquierda” por los partidos del Foro de São Paulo. Ahora bien, ¿qué es el Foro de São Paulo? Es, ni más ni menos, la coordinación política del movimiento comunista en el continente, guiada por Fidel Castro y financiada por partidos revolucionarios que viven del narcotráfico y de los secuestros. Es, tras la extinción de la Conferencia Tricontinental de La Habana que sembró el terror en la década de los 70, la más poderosa, terrorífica, violenta y cínica organización política que haya existido jamás en América Latina. Uno de los factores que la hacen especialmente peligrosa es que, al articular acciones legales e ilegales a escala continental, con una identidad diversa en cada país, puede dar una imagen de normalidad constitucional a movimientos políticos que, en el fondo, dependen de socios criminales.

Ahora, por ejemplo, tenemos en lo más alto del escalafón del gobierno electo al Sr. Antonio Palocci, que ni esconde su complicidad con las Farc – las mismas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia que, según documentos aprehendidos junto con Fernandinho Beira-Mar, inyectan anualmente en el mercado brasileño 200 toneladas de cocaína. El propio presidente electo es un apologista de las Farc, cuya inocencia ha proclamado, dogmáticamente y en contra de todas las pruebas, en un discurso para oficiales superiores de las Fuerzas Armadas en el Club del Ejército del Aire, en Rio de Janeiro. Con ese hombre en la Presidencia, la represión al narcotráfico estará bajo el mando supremo del abogado del principal sospechoso.

Con el tucanado como única alternativa a esa gente, el panorama electoral brasileño ha quedado, por tanto, dividido entre socialistas democráticos y comunistas revolucionarios, siendo éstos últimos presentados como socialistas democráticos y aquéllos como conservadores.

Ningún reparto de papeles podía ser más ficticio, con la circunstancia agravante de que nada de eso ha sido aclarado al público elector, constantemente bombardeado por una campaña de desinformación calculada para hacerle creer que estaba en una democracia moderna normal, votando en unas elecciones normales igual que un francés eligiendo entre Chirac y Jospin o un americano entre Bush y Gore.

Las últimas elecciones, proclamadas “las más transparentes de toda nuestra historia”, han sido casi tan falseadas y manipuladas como el plebiscito de Saddam Hussein en Irak.

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