Olavo de Carvalho

Zero Hora, 25 de agosto de 2002

Los medios de comunicación nacionales ya han llevado demasiado lejos esa farsa de etiquetar al partido de los tucanes (PSDB) como “derecha”, un truco inventado por la izquierda para poder condenar como extremismo y fascismo todo lo que esté a la derecha de Fernando Enrique Cardoso (FHC), o sea, a la derecha del centro-izquierda.

Si bien es cierto que el actual presidente ha acatado en líneas generales las exigencias económicas del FMI — cosa que cualquiera haría en su lugar y que el mismo Lula promete hacer igualmente, lo que no convierte ni a uno ni a otro en derechista –, por otro lado el actual gobierno ha subvencionado abundantemente con dinero público el crecimiento de la más poderosa organización revolucionaria de masas que haya habido jamás en América Latina, ha introducido, o al menos ha permitido, el adoctrinamiento marxista en las escuelas, ha instituido la beatificación oficial de terroristas jubilados y el concomitante descrédito de las Fuerzas Armadas, ha generalizado el uso de criterios morales “políticamente correctos” para dirimir las cuestiones públicas y ha destruido uno a uno los liderazgos regionales más o menos “conservadores” que quedaban, aparte de dejar montado todo el aparato legal y fiscal que su sucesor necesitará para criminalizar a la actividad capitalista, sofocar las críticas de oposición y, habiendo hecho todo dentro de la ley, poder dárselas de democrático. Democrático en el sentido de Hugo Chávez, claro está.

Sin tocar en los intereses internacionales, pero siguiendo estrictamente la receta de viraje a la izquierda que le preparó desde 1998 Alain Touraine, FHC ha hecho más por el avance de la revolución comunista en Brasil que el mismo João Goulart, que se quedó en mero amago.

Si, a pesar de todo, su gobierno aún es tildado de “derechista”, es sólo gracias a un fenómeno bastante conocido en la mecánica de las revoluciones: cada vez que una facción revolucionaria toma el poder, sus propias disensiones internas substituyen a las divisiones de partidos y a las facciones existentes en el régimen anterior. Así, por ejemplo, tras la revolución de 1917, el ala revolucionaria menchevique pasó a ser atacada por el ala radical como derechista y reaccionaria. Evidentemente, el concepto de “derechista” había cambiado por completo: antes, era ser contrario a la revolución; ahora, era no ser suficientemente revolucionario. La diferencia entre el caso ruso y el brasileño es que en aquél el cambio fue declarado y consciente, mientras que entre nosotros está prohibido mencionarlo en público.

Uno de los elementos primordiales de la revolución cultural gramsciana en curso es el lento e inexorable desplazamiento del eje de referencia de los debates públicos hacia la izquierda, con el fin de reducir el margen de derechismo posible y, poco a poco, sustituir a la derecha genuina por la facción derecha de la izquierda o por algún fanatismo hidrófobo estereotipado y fácil de desacreditar. El proceso debe ser llevado a cabo de manera tácita y, si alguien lo denuncia, hay que negar con vehemencia que exista tal proceso. Las cosas tienen que pasar como si no estuviesen pasando. Los disconformes y recalcitrantes, más que censurados, son echados al limbo de la inexistencia y se vuelven tan desplazados que parecen chiflados.

Pocos brasileños se dan cuenta de la profundidad de los cambios políticos por los que ha pasado este país a lo largo de los últimos quince anos. Pueden ser resumidos así: la oposición de izquierda al antiguo régimen militar ha tomado el poder, ocupa todos los puestos del gobierno y de la oposición y no deja sitio a nadie más. Los pocos que quedan del antiguo régimen se apegan desesperadamente a los últimos residuos de poder que sobran a escala regional, mientras en la disputa nacional no pueden aspirar más que al papel de auxiliares y chicos de los recados de alguna de las facciones izquierdistas en disputa. Las actuales elecciones han dejado esto muy claro.

A la completa liquidación de la derecha corresponde, casi instantáneamente, la institucionalización de una de las facciones de izquierda en el papel de “derecha” — una derecha fabricada ad hoc para las necesidades de la izquierda.

El proceso ha sido enormemente facilitado por el hecho de que, en las elecciones legislativas federales, estaduales y municipales, Brasil tiene una de las tasas más altas de substitución de políticos ya observadas en el mundo. La transfusión de liderazgos, la completa destrucción de una clase y su substitución por otra son ya hechos consumados. La revolución está en curso. Si va a dar un bandazo hacia la destrucción violenta de las instituciones o si va a llegar a sus fines por vía anestésica, es algo que sólo el futuro dirá. Pero negar el carácter revolucionario de los cambios observados es realmente abusar del derecho a la ceguera.

Algunos ven esos cambios, pero sólo parcialmente y desde un sesgo predeterminado. Notan, por ejemplo, la destrucción de viejos liderazgos, abominados como “corruptos”, y ven en eso un progreso de la democracia — sin reparar en que no hay ningún progreso en una caza a corruptos de menor porte que sólo sirve de tapadera para encubrir el crimen infinitamente mayor en que están involucrados precisamente los moralizadores más entusiastas: la narcoguerrilla, el terrorismo internacional, la revolución continental.

Que, en medio de todo eso, surjan algunas situaciones paradójicas — como por ejemplo el hecho de que el Partido Comunista, con otro nombre, acabe presentándose como única alternativa al ascenso de la izquierda revolucionaria –, es algo que forma parte de la naturaleza intrínsecamente nebulosa del proceso. Y que nadie sea capaz de discernir bajo la paradoja la lógica implacable que lleva a este país día a día hacia dentro del bloque terrorista internacional, es síntoma del mismo aturdimiento general de las conciencias, sin el que ningún proceso revolucionario jamás habría sido llevado a efecto en el mundo.

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