Olavo de Carvalho

O Globo, 5 de octubre de 2002

Hace décadas oímos repetir que detrás del narcotráfico hay peces gordos, poderosos, intocables. Como la sentencia es subrayada por un guiño o gesto similar destinado a hacernos saber que nada más nos será revelado, nos abstenemos de hacer preguntas y nos contentamos con hacer correr el susurro enigmático, adquiriendo así también nosotros el prestigio de iniciados en el gran “mysterium iniquitatis” nacional.

La insinuación, aunque breve y sibilina, es lo suficientemente elocuente como para dejar entrever que los peces gordos a los que se refiere deben estar entre las personas llamadas respetables: ministros, jueces, generales, prelados, banqueros, industriales. En una palabra, la clase dominante. Esa clase que, desde lo alto de la jerarquía, mantiene al pueblo bajo la rienda corta de la moral y de las buenas costumbres, mientras ella, canalla, se emborracha de gozo entre los lucros del crimen.

No conozco a ningún brasileño que no haya oído y hecho correr esa historia, que podría ser tenida como una auténtica “leyenda urbana” si no fuese porque, desde hace mucho tiempo, su eco se ha esparcido también por los campos y florestas del país.

Pero el hecho es que nunca uno de esos peces gordos ha sido descubierto. Ni siquiera en las últimas décadas, cuando el odio populista a los “poderosos” ha asumido el mando de la máquina investigadora, ha aparecido jamás un figurón, un auténtico y típico gran burgués en algún eslabón de la cadena de producción y distribución de las drogas. A lo sumo, algún político de provincia, algún comisario, algún capitán de la Policía Militar. Es verdad que los jefes del bandidaje, en la cárcel, se comunican mediante móvil con proveedores y comparsas. Pero, entre éstos, no hay ninguna celebridad de la política o de las finanzas, ningún“poderoso” en el sentido convencional de la palabra. La supuesta aristocracia del crimen, si existe, parece ser tan evanescente como el monstruo del lago Ness o el Abominable Hombre de las Nieves.

Sin embargo, no se puede decir que alguna conexión entre el fondo obscuro y la cima reluciente de la pirámide sea del todo inexistente, o imposible de ver. Hay al menos dos puntos en que dicha conexión es visible, de manera clara en uno de ellos, obscura y nebulosa en el otro. El contraste entre la amplitud de la sospecha y la mengua de culpados descubiertos se debe al hecho de que nunca, nunca la investigación de dichos eslabones va en la dirección de esos dos puntos, a los que un tabú sacrosanto protege de las miradas entrometidas.

Primero: la parte de la elite que está obviamente implicada en el narcotráfico no está constituida por “poderosos”, en la acepción vulgar del término, sino por una gente más simpática, más vistosa, más locuaz y por eso menos sospechosa: el colectivo de las letras, de las artes, de la moda, de los medios de comunicación y del show business. Voraz consumidora, esa clase está vinculada al bandidaje por una variedad de canales que van desde la compra y venta de coca hasta la intimidad directa y obscena con Fernandinhos y Marcinhos. Como, sin embargo, son esas mismas personas las que detentan el monopolio de la palabra hablada, escrita y gritada, por tanto también el de la autoridad moral de denunciar y acusar, es lógico que ninguna investigación hacia ese lado vaya muy a fondo. A la primera intimación, una tempestad de protestas inhibe en la autoridad policial la simple voluntad de saber.

El segundo punto es más sutil. Para captarlo, es necesario deshacerse del presupuesto de que los peces gordos posiblemente vinculados con el tráfico están en ello por dinero. Hay en este mundo ambiciones mayores, que pueden usar el dinero o las drogas como instrumentos, pero que apuntan a un premio más alto: el poder supremo, la voz de mando sobre los rumbos de la Historia. Mao Tsé-tung jamás se interesó por el vil metal, pero no dudó en servirse del comercio de drogas, llevando al vicio y a la muerte a millones de sus propios compatriotas para corroer lo moral del antiguo régimen y financiar la revolución. En América Latina, la conexión entre política y narcotráfico está firmemente consolidada en la guerrilla colombiana. Las Farc son un punto de confluencia de dos corrientes de acción: la distribución de drogas y la transición continental hacia el socialismo. Al entrar en Brasil, la primera de esas corrientes desemboca en la persona del Sr. Fernandinho Beira-Mar. La segunda, fundiéndose con corrientes-hermanas en el crisol del Foro de São Paulo, culmina en el ciudadano que mañana, probablemente, será elegido presidente de la República con el apoyo macizo de la clase vistosa arriba mencionada.

La articulación de ambas corrientes puede ser difícil de detectar. Puede incluso ser velada por incongruencias de ocasión entre los intereses políticos y criminales en el seno de la revolución continental, ya que el dinero necesario para comprar armas y la buena reputación requerida para obtener votos son dos exigencias no siempre fáciles de conciliar. Pero, sin recurrir a esa hipótesis, ¿cómo intentar comprender lo que pasa en Rio de Janeiro? Avisada de antemano acerca de una onda de violencia paralizante a ser lanzada sobre la capital, la gobernadora, mintiendo obstinadamente al decir que nada sabe al respecto, se abstiene de defender al pueblo y encima busca sacar provecho electoral de la situación, alegando que el ataque fue una venganza contra su persona, odiada por el mandante de la operación por haber mandado prender… ¿a quién precisamente? ¡A uno de los principales enemigos del mismo!

¿No habrá nada que investigar por debajo de tan artificiosa urdidura de fingimientos? No lo sé. Pero sé que el candidato Luis Inácio Lula da Silva, creyendo hablar “en off”, ha admitido al periódico Le Monde que las presentes elecciones son “una farsa”, necesaria “para la toma del poder”. Con esas palabras inquietantes por cuyo sentido detallado nadie tendrá el valor de preguntarle, y que buena parte de los medios de comunicación nacionales no ha osado ni reproducir, él tal vez haya ya proporcionado sintéticamente la explicación de todo…

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